sábado, 27 de agosto de 2011

¿Para qué sirve rezar?

Hace años leí una noticia en el periódico que me llamó mucho la atención. Una señora, licenciada en Filosofía y Letras y con amplia cultura, se ganaba la vida quedando con gente para charlar en una cafetería. En otras palabras, alquilaba su tiempo para conversar sobre los tópicos más variados con quien tuviera necesidad de compañía. El artículo aclaraba que esas conversaciones no tenían otra finalidad menos noble, sino que eran, simple y llanamente, citas para charlar. Me pareció preocupante que estemos creando una sociedad donde acabemos estando tan solos que sea necesario alquilar el tiempo de alguien para que nos escuche.
Los cristianos no tenemos esa necesidad, porque tenemos a Alguien, con mayúscula, que siempre está esperando que nos dirijamos a Él, que siempre está dispuesto a atender nuestra conversación. En la recogida quietud de una Iglesia, en un paisaje excelso, o en el fragor cotidiano de un medio de transporte está Dios esperándonos, siempre dispuesto a escuchar nuestras alegrías, inquietudes o preocupaciones. Eso es precisamente la oración.
La vida cristiana no se queda en un reconocimiento más o menos vago de que existe un Ser Superior, sino que se concreta en un trato personal, de amor, de amistad, con una Persona. Dios no es un ser lejano, que
contempla con indiferencia nuestros afanes, sino un Padre amoroso, que sale a nuestro encuentro, que está deseando transitar junto a nosotros el camino de la vida. Jesucristo nos enseñó a tratar a Dios como un Padre, con confianza, como hijos queridos. La revelación del Padrenuestro, la oración por excelencia del cristianismo, es una radical novedad en el trato que los contemporáneos de Jesús tenían con Dios, de ahí que tanto impacto causara sobre los discípulos. La práctica totalidad de las religiones antiguas conciben a Dios como un Ser Todopoderoso, absolutamente inaccesible y frecuentemente furioso con los hombres, por lo que convenía ofrecerle sacrificios que aplacasen su ira.  Jesús, en cambio, nos enseña a tratar a Dios como alguien cercano, accesible, a quien podemos dirigirnos usando palabras sencillas. Nos pide principalmente que le amemos  –en eso radica el primer y más importante mandamiento de la Ley (cfr. San Mateo, 22:38)-, no en que evitemos su castigo. Como bien señaló San Agustín: "…nos criasteis para Ti, y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en Ti".
Pero ¿cómo podemos amar a Dios, a quién no vemos? Nos lo indicaba Benedicto XVI en la vigilia de oración con los jóvenes. "¿cómo se mantiene la amistad si no es con el trato frecuente, la conversación, el estar juntos y el compartir ilusiones o pesares? Santa Teresa de Jesús decía que la oración es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (cf. Libro de la vida, 8).
La oración no es otra cosa que un amoroso diálogo entre nosotros y el Creador. Diálogo porque hablamos, pero también porque escuchamos. Hablamos de mil formas, pues son muy numerosas las formas de hacer oración. Escuchamos también de muchas maneras, pues Dios nos habla al corazón, sin ruido de palabras, pidiéndonos, sugiriéndonos, estimulándonos, consolándonos. Como dice una conversa de nuestros días: "La oración es sobre todo un coloquio con Dios. En unas ocasiones va cargado de palabras, cuando mi corazón siente la necesidad de contarle, como a un Padre, lo que me pasa, lo que pienso que necesito, lo que no tengo claro. Y en otras, lo domina el silencio, cuando creo entender que es mejor dejarle hablar a Él, el Señor, el Creador, el Redentor. Quedarme callada para poder oír su voz. Calmarme y permanecer a la escucha. En tales casos, me parece que el diálogo se hace aún más vivo y profundo." (A. Borghese, Con ojos nuevos. Un viaje a la fe, 2006, 82)
La oración es parte de la alegría del cristiano: saber que siempre tenemos a Alguien que nos ve, que nos escucha, que nos acompaña, que nos acoge en su misericordia si hemos caído, que nos consuela si estamos afligidos, o que sonríe con nosotros si las cosas han ido bien. Inténtalo, acércate a la quietud de un Sagrario en una iglesia tranquila. Jesús estará allí, esperándote.

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