domingo, 22 de febrero de 2015

Conocerse no es tan sencillo

Hace unos meses me invitaron a un programa de radio para hablar de un libro que había publicado por esas fechas. Al escucharme unos días más tarde, cuando colgaron la grabación en la web de la emisora, comprobé con asombro la cantidad de incorrecciones verbales que había cometido. No es que me considere un locutor profesional, pero mi experiencia docente bien merecía una mejor dicción. En fin, allí estaba yo hablando con mucha menos brillantez de la que había pensado inicialmente. Curiosamente, entre esos fallos estaba el uso de una expresión que me pone especialmente nervioso cuando la oigo a los demás: en definitiva, estaba comprobando que los defectos que achaco a otros, en realidad son más bien míos.
La experiencia no es que sea original; los seres humanos somos proclives a proyectar nuestros defectos sobre nuestro entorno, atribuyendo a los demás lo que corresponde a nuestras propias limitaciones. El adagio clásico: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, condensa en pocas palabras lo que estoy tratando de decir. Tenemos una tendencia casi natural a autoengañarnos, bien sea desenfocando los defectos ajenos, bien pasando por alto los nuestros o incluso considerándolos como virtudes.
El “conócete a ti mismo”, que figuraba en el atrio del templo de Apolo en Delfos, sigue estando, pues, en plena vigencia. Es muy difícil conocernos lo suficiente para saber cabalmente cuáles son nuestros talentos y cuáles nuestras carencias. Es difícil pero sin duda es el camino de la sabiduría, ya que ser conscientes de los defectos propios es condición imprescindible para superarlos. El esfuerzo por superar nuestras limitaciones es parte de la aspiración de cualquier ser humano por ser mejor. Para un cristiano, la lucha interior contra los vicios propios es parte clave de nuestra vida. Esa lucha se apoya en la gracia de Dios, no es fruto únicamente de nuestras fuerzas, que tantas veces se quedarán muy cortas. Mejorar nuestro carácter nos hará más felices, nos dará más paz, porque seremos también más agradables a los demás y será más fácil que seamos amados.
Otra ventaja que conlleva el conocimiento cabal de nosotros mismos es la adecuación entre las metas que nos proponemos y las condiciones de partida. Resulta una fuente común de insatisfacciones vitales plantearse objetivos irrealistas, que están completamente al margen de nuestras posibilidades, puesto que al poner la meta en algo que nos supera tendremos una sensación frecuente de incompetencia, que puede desembocar fácilmente en el hastío. En el extremo contrario, cuando las metas son demasiado sencillas, muy cercanas a nuestro punto de partida, estamos perdiendo fortaleza y afán de superación, nos estamos raquitizando, si se permite usar esa expresión. El equilibrio entre dónde queremos llegar y dónde podemos llegar es clave en la vida de las personas, y para eso es importante conocer bien nuestras virtudes y nuestras limitaciones.
En esta tarea nos ayuda extraordinariamente la virtud de la humildad, que podemos definir, siguiendo a Santa Teresa de Jesús, como “andar en verdad”. No se trata de autoflagelarse mentalmente, atribuyéndonos toda clase de vicios, sean o no ciertos, ni por supuesto lo contrario. La humildad consiste en reconocer ante Dios las maravillas que nos ha dado, los talentos que hemos recibido de su gracia, y pedirle perdón por las cosas en las que todavía estamos lejos de agradarle. En pocas palabras, reconocer nuestras virtudes como regalos de Dios venidos de su omnipotencia y nuestros defectos como sujetos a su misericordia. La humildad verdadera no es sinónimo de pobreza material (la conocida expresión “venía de una familia humilde”), ni de espíritu servil (“realiza trabajos humildes”), sino que es una virtud que supone mejorar nuestro conocimiento propio, haciéndonos gratos a Dios y a los demás.

domingo, 15 de febrero de 2015

Somos lo que recibimos y lo que decidimos

Hemos publicado recientemente en la editorial que estoy promoviendo un libro del profesor Nicolás Jouve, catedrático de Genética en la Universidad de Alcalá, sobre "Nuestros Genes", que supone una revisión muy completa, a la vez que accesible para cualquier persona razonablemente formada, sobre el intrincado mundo de la genética humana. Con el enorme avance que se ha dado en las últimas décadas en el conocimiento de nuestra Biología, esto es, si se me permite hablar así, de los componentes de los que estamos hechos, parece que se resucita el viejo mito del determinismo. Algunos pensadores de la Grecia clásica pensaban que casi todo en el hombre estaba determinado por el medio: las personas que habitaban en un país montañoso tendrían una percepción limitada de su vida, mientras los que vivían junto al mar un horizonte vital mucho más amplio; los habitantes de un clima frío serían más hogareños, más dados a la introspección, mientras los de climas cálidos serían más sociables. Ahora parece que casi todo en nuestro carácter es achacable a nuestra genética: así habría genes especiales para los delincuentes, los perezosos, los obesos, los generosos o las personas con mayor afinidad religiosa. El prof. Jouvé discute en su libro los tópicos y realidades que se esconden detrás de estas asignaciones, mostrando que cualquier científico en la materia distingue muy bien entre la importancia de genética para explicar diversas disfunciones de nuestro organismo y el determinismo genético. Una cosa es que haya algunas enfermedades que se expliquen por anomalías genéticas y otra, muy distinta, que nuestro carácter, gustos, aficiones, experiencias vitales estén condicionadas por el material genético del que estamos hechos. Lo distinguen muy bien los científicos cuando diferencian entre el genotipo -nuestra Biología- y el fenotipo: el ambiente en el que hemos vivido, lo que hemos comido, las relaciones y amistades que hemos tenido, nuestra educación, etc...
En pocas palabras, somos lo que somos como consecuencia de una biología que hemos heredado y una cultura, una libertad en definitiva, que hemos ejercido. Esto me lleva a una última reflexión que me ha surgido al hilo de la lectura de este libro: nuestro carácter está marcado por nuestra genética (nuestra tradición familiar), pero también, y de modo mucho más relevante, por nuestras decisiones (en qué invertimos nuestra libertad). Somos como somos, pero podemos ser mejores -no distintos-, con esfuerzo personal, con una educación vital que supere nuestras debilidades y nos enriquezca como personas, nos lleve a ser más. Vivimos en una sociedad que se obsesiona con tener más, pero tener más no aporta felicidad -o es muy pasajera-, mientras ser más nos engrandece, nos ensancha, nos hace permanentemente felices porque nos hace mejores. Nuestra herencia está ahí, pero no es insuperable.
Acabo con una anecdota que me contaron hace algunos años de S. Juan Pablo II. Recibía a unos obispos en visita ad limina. Uno de ellos parece que era especialmente hablador, y a veces cortaba la conversación de otros. Al darse cuenta de ese defecto, se disculpaba ante el Papa diciendo: "Perdone santo Padre, es que soy así...". A la segunda o tercera vez que lo dijo, le contestó el Papa con una sonrisa : "Pues cambie usted, cambie".

domingo, 8 de febrero de 2015

¿Y cuánto planeta nos queda? (2/2)

Comentaba en mi entradade la semana pasada que vivimos en una crisis ambiental ante la que no caben soluciones fáciles o pasajeras. Cuando hay crisis económica, aunque sea tan profunda como la nuestra, los efectos se notan enseguida, y la tentación es optar por soluciones rápidas que no van al fondo del problema porque el fondo requiere cambios de mucho más calado. En el caso de la crisis ambiental, mucho más profunda que la económica, los efectos no se observan a corto plazo, sino en tendencias mucho más largas, que a veces se nos escapan, y sólo somos conscientes cuando ocurren de modo catastrófico (inundaciones, olas de calor o de frío, sequías extremas....). Lo más grave de la crisis ambiental es que cuando sea tan evidente que todos la observen, será demasiado tarde para actuar. Como las potenciales consecuencias son muy graves (por ejemplo, si el deshielo creciente de Groenlandia fuera completo se incrementaría el nivel del mar siete metros, lo que supondría la anegación de ciudades en las que hoy viven miles de millones de personas), es preciso tomar medidas serias y de largo plazo, aplicando simplemente el principio de precaución. El problema está precisamente en cuáles son esas medidas, el diagnóstico está ya bastante claro, pero el tratamiento nos resulta tan "doloroso" de aplicar que acabamos por enterrar la cabeza como el avestruz.
Naturalmente que no tengo la solución mágica a una crisis que se ha gestado en cientos de años y se acelera en las últimas décadas, pero sí me parece obvio que cualquier medida que apliquemos no será eficaz si no cambiamos nuestra actitud a la naturaleza. Hemos vivido milenios pensando que el ambiente es simplemente una fuente de recursos, una despensa que basta usar a placer y que se recompone automáticamente. Ahora nos damos cuenta que la despensa empieza a estar vacía y que algunos de los recursos allí almacenados no tienen aspecto muy saludable. Me parece que el problema no se arregla sólo consumiendo menos y reponiendo más en la despensa, sino más bien empezando a considerar que esa despensa también es el lugar donde vivimos, nosotros y quienes vendrán, además de ser nuestro mejor teatro, que nos enriquece el espíritu; nuestra más refinada escuela, donde aprendemos a vivir con los demás y nosotros mismos; nuestro mejor templo, donde contemplamos vivamente las obras de Dios, y nuestro hospital más eficaz, ya que nuestra salud depende de la salud del entorno. En suma, me parece que la crisis ambiental sólo se resolverá cuando empezamos a considerarnos parte de la naturaleza y no solo usuarios o habitantes extraños. Tenemos muchas razones para hacerlo, en bien de nuestros congéneres,  de quienes habitarán la Tierra en el futuro, de otras especies, pero también de nosotros mismos. Hemos pagado un alto precio por ausentarnos de la Naturaleza, por vivir de espaldas a ella, por olvidarnos que nosotros también somos Naturaleza, y que la felicidad última consiste en vivir en armonía con lo natural y con nuestra naturalidad, en seguir lo que somos en lugar de inventarlo, de convertirnos en máquinas. Buscamos la felicidad en cosas cada vez más esotéricas, pero me parece que la felicidad es mucho más accesible, basta buscar en nosotros mismos y descubrir lo que somos, procurando que nuestra vida sea cada vez un mejor reflejo de lo que está llamada a ser.

domingo, 1 de febrero de 2015

¿Y cuánto planeta nos queda? (1/2)

Escuché el pasado jueves un seminario en la universidad donde trabajo. El profesor invitado nos hablaba de la creciente disfunción entre los recursos que consumimos y los disponibles en nuestro planeta. Se detenía particularmente en el caso de la energía, mostrando cómo las reservas de combustibles fósiles disponibles son cada vez más remotas y, por tanto, más difíciles y caras de explotar, además de seguir contribuyendo a realzar el efecto invernadero que puede sumirnos en una situación futura de colapso climático.
Coincido en la mayor parte de lo que allí se presentó, pero una vez más tuve la impresión de que la crítica al modelo económico actual no culmina con una propuesta de alternativas realistas. Estoy convencido de que este modelo económico y social es inviable, tanto ambientalmente como humanamente: ni es amigable con la Tierra, ni con nosotros mismos (en el fondo las dos cosas van de la mano). El problema que siempre me planteo al leer o escuchar hablar de estos temas es qué hacer al respecto. Me parece que las propuestas que se plantean no son viables por ser, a mi modo de ver, simplistas, utópicas o inhumanas. Resumiendo las cosas, me parece que las alternativas que suelen plantearse van en las siguientes direcciones (no necesariamente contrapuestas, a veces inclusivas):
1. Cambiar el sistema económico capitalista por otro, pero no se sabe bien cuál, pues obviamente el sistema marxista no sólo ha sido nefasto para la libertad de las personas, sino también ha llevado consigo daños ambientales descomunales (basten de ejemplo, entre otros miles, Chernobyl o la presa de las Tres Gargantas). ¿Hay algún sistema económico realmente alternativo al capitalismo? ¿Cuándo se habla de capitalismo, se habla del capitalismo financiero, del de mercados, del social, del de estado, o simplemente se está uno refiriendo al egoísmo-avaricia que guía muchas veces el sistema económico actual?
2. Volver al periodo pre-industrial, en donde supuestamente nuestro impacto en los recursos era menor. Me temo que esto es recuperar el "mito del buen salvaje", algo trasnochado ya. Evidentemente los pueblos indígenas aportan un tesoro invalorable de sabiduría del que debemos aprender, además de respetar sus formas de vida, particularmente frente a la agresión de quienes vulneran sus derechos de tierra, pero creo que no tiene sentido plantear un retorno del tiempo. Además, no seamos simplistas: el equilibrio de las sociedades pre-industriales con el ambiente también ha tenido momentos de crisis, como documentan algunos especialistas (extinción de grandes mamíferos en América tras la entrada de las primeras poblaciones humanas, colonización de Oceanía, final de la cultura Maya...).
3. Eliminar población. Si el problema es un consumo excesivo de recursos, la solucion pasaría por eliminar a las personas que los consumen. Esto es lo que se conoce como ecologismo antihumanista. Alguien tan estimado como Jacques Cousteau llegó a afirmar que: "La población mundial debe estabilizarse, pero para lograr esto tendríamos que eliminar a 350.000 personas cada día. Es un planteamiento tan horrible que no deberíamos ni mencionarlo. Pero la situación en la que nos encontramos es lamentable". Los partidarios de esta postura no dicen, claro está, como hacerlo, ni a quien eligirían para acumular esa cifra. Además, suele responsabilizarse del crecimiento mundial de la población a los países en desarrollo, que tienen tasas más altas de natalidad, pero naturalmente no dicen nada de los recursos que utilizan ellos, frente a los que usamos en países desarrollados. Si comparamos la huella ecológica de India y EE.UU., por ejemplo, la población de este último sería equivalente a casi tres veces la de la India, que tiene cuatro veces más población en números absolutos.
¿Qué hacer entonces? Permitidme el suspense, pero como la entrada me ha quedado un tanto larga, me reservo para aportar algunas ideas sobre la "conversión ecológica" que esta sociedad necesita en la siguiente.