domingo, 26 de julio de 2015

No es un país para viejos

No pretendo en esta entrada comentar la muy galardonada película de los hermanos Coen, sino reflexionar sobre el papel que juegan en nuestra sociedad las personas mayores, los que nos han precedido en construir la sociedad que ahora disfrutamos. Somos la especie con mejor pasado evolutivo, ya que no sólo incorporamos las mejoras biofísicas de las generaciones pasadas sino, y sobre todo, hemos sido capaces también de recibir sus valores, sus tradiciones culturales, sus progresos humanos. Si cada generación tuviera que empezar de cero, estaríamos todavía en el Paleolítico. Hemos avanzado porque hemos escuchado a nuestros mayores, hemos incorporado su sabiduría a nuestra propia inventiva, que a su vez transmitimos a los más jóvenes, en una cadena cultural que nos ha hecho colonizar paisajes tan variados como las heladas tundra asiática, el bosque exhuberane de la Amazonía o los áridos desiertos de Africa.
Aprender de quienes nos precedieron ha sido absolutamente clave en nuestro progreso, recibir su experiencia vital a través del contacto directo y de la educación, nos permite ahora disfrutar de un desarrollo tecnológico y científico sin precedentes.
Pero esa cadena de generosidad intergeneracional parece ahora interrumpirse por el individualismo moderno, que olvida la importancia de nuestros mayores, que los arrincona en residencias, que los aisla muchas veces de nietos y bisnietos, para los que sólo son una anécdota ocasional.
Envejecer y apreciar el envejecimiento es el tema del último libro que hemos publicado en Digital Reasons. Escrito por el Prof. Velayos, catedrático de anatomía y experto en enfermedades del cerebro, el libro Envejecimiento celebral revisa los cambios físicos y sicológicos asociados a la senectud, y algunas de las enfermedades que pueden aparecer en este periodo de la vida. Incluye algunas recomendaciones para prevenir algunas de ellas, para cuidar enfermos que las padezcan y para vivir esa época de la vida con plenitud. Los mayores son un tesoro de humanidad, que no podemos menospreciar. Cuantas veces se pierden esos últimos años en donde podemos sacar tantas lecciones de su debilidad. Nuestros padres nos alimentaron, vistieron, atendieron cuando eramos incapaces de hacerlo por nosotros; parece justo que hagamos algo similar, si fuera el caso. El ser humano es relación, y en la relación se enriquece como persona. Cortar esos vínculos puede hacernos la vida más confortable a corto plazo, pero acabará por erosionarnos humanamente y como sociedad. Ya lo estamos viendo; reflexionemos sobre ello.

domingo, 19 de julio de 2015

El descanso y el trabajo

Precisamente porque estamos ya en periodo estival, donde las vacaciones o se disfrutan o se esperan como inmediatas, puede ser interesante darle vueltas al concepto que tenemos del trabajo. Tanto escucho últimamente la palabra jubilarse, bien por parte de los que van a hacerlo pronto, bien por la quienes desconfian de que puedan hacerlo algún día, que parece más propio del ser humano jubirlarse que trabajar. Sin embargo, nos dice el primer libro de la Biblia que tras la creación del hombre Dios le encomendó que “labrase y cuidase” el jardín de Edén (Génesis, 2: 15). Por tanto, desde el inicio de la existencia human, y no sólo como conecuencia del pecado original, estaba previsto que trabajáramos. En este relato de la Creación, Dios concede a los primeros hombre y mujer la tarea de colaborar con él en el desarrollo de la Creación. Ese es el sentido último del trabajo para un creyente: culminar lo que Dios ha querido dejar inconcluso, permitiéndonos transformarlo. Dios nos hace partícipes de la Creación, aunque nosotros no creamos propiamente, sino que transformamos, dando belleza o utilidad a lo que ya existe.
Puesto que participa de la obra creadora de Dios, cualquier trabajo hecho cara a Dios siempre es fecundo para un cristiano, ya que contribuye a acrecentar la tarea creadora, siempre que, claro está, pueda decirse de esa actividad, como de la Creación original, “y vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis, 1: 31).
Como consecuencia del desorden que introdujo el primer pecado de Adán y Eva, y de la pérdida de la armonía original entre el ser humano y el resto de la creación, el trabajo humano se asocia al esfuerzo, se convierte a veces en contrariedad: “con fatiga sacarás del suelo el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Génesis, 3: 17-19). Siguiendo el texto sagrado, ese sudor y cansancio que acompañan el trabajo de tantos seres humanos no son parte del designio original de Dios, sino consecuencia del desorden introducido por el ser humano. Ahora el trabajo es sinónimo de esfuerzo, cansancio, fatiga, y tantas veces de contradicción, de dolor. Muchas personas –tal vez la inmensa mayoría— no trabajan en tareas que les resulten atrayentes, sino en labores mecánicas, arduas, poco gratificantes o directamente denigrantes. En conclusión, el trabajo les resulta tedioso, una obligación difícilmente asumida, que sólo se acepta porque supone un medio para conseguir el sustento propio o familiar.
Un cristiano debería tener una visión algo más excelsa del trabajo. Los seres humanos, por privilegio que Dios nos confiere, somos los únicos seres creados que tienen capacidad de transformar cosas, de inventar nuevos utensilios, de construir bellos edificios, de producir obras de arte o simplemente de ayudar a la naturaleza a generar más alimentos.
Del tronco de un árbol podemos generar un asiento confortable, construir un vehículo para navegar, sustentar un lugar para alojarnos, extraer papel para escribir o formar un instrumento para obtener sonidos musicales. Las fronteras de nuestro trabajo, de nuestro perfeccionamiento de la Creación son muy amplias. Además, el trabajo nos mejora, nos fortalece interiormente, nos brinda relaciones sociales, nos permite ayudar a los demás con nuestro servicio.
A estos argumentos podemos añadir otra razón todavía de mayor peso. El trabajo profesional para un cristiano es su marco de santidad, porque estamos imitando al mismo Jesucristo, quien pasó la mayor parte de su vida trabajando. Aunque los textos del Evangelio nos narran principalmente los acontecimientos de la denominada vida pública de Jesús, cuando decide dedicarse por completo a predicar el Reino de Dios, no hemos de pasar por alto que a esa etapa anteceden casi treinta años de vida, que podemos calificar como normal y corriente. Habitualmente se denomina a esta etapa la vida oculta de Cristo, lo que no quiere decir que la viviera encerrado en una cueva o que fuera eremita, sino simplemente que no fue una vida conocida públicamente más allá de su entorno familiar y vecinal inmediato. Jesús era un artesano más, aunque sería el mejor, porque haría su trabajo con perfección humana y con la vista puesta en el servicio a los demás. Por eso cualquier cristiano, imitando esa vida de trabajo de Cristo hacen lo mismo que hizo El en su paso por esta tierra: santificarla, convirtiendo en sublime lo que parece ordinario.

domingo, 12 de julio de 2015

Cuidar la Tierra

Desde la famosa entrevista de Mercedes Milá a Paco Umbral se puso de moda la manida frase de "yo vengo aquí a hablar de mi libro". Afortunadamente, la mayor parte de los mortales tenemos pocas oportunidades de decir esto, pues publicar libros no es tarea que haga uno todos los días. No obstante, los que disfrutamos escribiendo, de vez en cuando alumbramos alguna nueva "criatura", y en esas ocasiones, no podemos por menos que hablar de ella, sobre todo si el oyente (en este caso, el lector) entra en la categoría de amigo.
Hoy me parece razonable dedicar esta entrada dominical al último libro que he publicado, en este caso en colaboración con la Prof. María Angeles Martín, que hemos titulado: "Cuidar la Tierra: razones para conservar la naturaleza". Tenemos versión digital y en papel del libro, asi que en esta ocasión está a gusto de todos los lectores. El libro incluye un repaso de los probelmas ambientales más relevantes y de las raíces del movimiento conservacionista, desde los pioneros del s. XIX (Thoreau, Muir, Emerson...), hasta el nacimiento de las ONGs y los partidos verdes. Se detiene con más detalle a analizar las distintas posturas éticas ante la conservación de la naturaleza, desde un enfoque basado en el antropocentrismo extremo (el único interés de la conservación es el humano), hasta los extremos más ecocentristas (valor intrínseco de la naturaleza, independiente de fines humanos), incluyendo los movimientos de ecoresistencia.  También dedicamos un extenso capítulo a revisar las posturas de las grandes religiones sobre la conservación ambiental. No hemos de olvidar que una religión supone una visión cosmológica del mundo que lleva consigo unos principios morales de actuación. La reciente encíclica "Laudato si" es un magnífico ejemplo de como un lider religioso puede promover el mejor cuidado del planeta. Finalmente, dedicamos un capítulo a analizar las distintas respuestas a la crisis ecológica, señalando el interés de que sea integral, respetando la ecologia humana (nuestro propio cuerpo), las culturas (particularmente las indígenas, muy vulnerables), y las personas (eliminar a los seres humanos en beneficio del planeta es una tremenda falacia).
Animo a los lectores de este blog a que lean también nuestro libro, donde espero encuentren motivos de peso para relacionarse más armónicamente con el entorno, promoviendo el cuidado de nuestra casa común.

domingo, 5 de julio de 2015

Pensar con un embudo

Cuando se utiliza coloquialmente el término idealista, suele hacerse referencia a una persona que tiene una visión magnánima de las cosas, en cuestiones de gran calado, que son difíciles de conseguir para que valen la pena el esfuerzo.  Ser idealista, en este sentido, es propio de la juventud todavía poco contaminada por el pragmatismo.
Pero también podemos utilizar el término idealista con un enfoque más filosófico, refieriéndonos a una teoría del conocimiento que, en pocas palabras, supone que todo lo que conocemos es fruto de unos esquemas mentales que permiten hacer la realidad externa inteligible. Frente al realismo filosófico, que asume que conocemos porque el exterior nos impacta y, por tanto, es la realidad externa a nosotros el criterio último de verdad, el idealismo -principalmente de origen alemán, de la mano de Kant y Hegel- considera que solo podemos conocer porque tenemos unas categorías mentales que nos permiten dar sentido a las experiencias externas, de ahí que en este caso sea nuestro interior el protagonista. En definitiva, todo pasa por nuestro embudo mental, y lo que queda fuera de él, simplemente no existe. Aunque nadie haya leído directamente a Kant y Hegel, lo cual por otra parte no resulta nada asequible, lo cierto es que vivimos en un estado cultural profundamente idealista, en donde tendemos a interpretar la realidad con nuestros esquemas mentales.
Pensaba en estas cuestiones estos días pasados en donde me han invitado a presentar la encíclica Laudato si en algunos foros, algunos de ellos de orientación católica. En esos ambientes parecería lógico esperar una recepción cordial del documento, preguntarse qué mensaje quiere transmitirnos el Papa, por qué, y cómo adaptarlo a la propia vida: en definitiva, dejarse interpelar por el documento en lugar de interpretarlo siguiendo unos esquemas preconcebidos. Espero que, al menos en algunos de los que consigan leer la encíclica, esa interpelación domine sobre la interpretación o, dicho de otra forma, en lugar de ningunear al mensaje, o adaptarlo a sus propias ideas, los lectores reflexionen sobre cómo aplicarlo a su propia concepción del mundo, a replantearse si esa concepción es compatible con las consecuencias de su fe cristiana en terrenos que a priori puedan considerar menos vinculados a la fe. Decía el cardenal Turkson -uno de los que más han ayudado al Papa en la redacción de la encíclica- que la fe cristiana no es como la mermelada, que se pone encima del pan, pero que puede quitarse si el sabor no acaba de convencernos, sino algo que impregna completamente el alimento (la sal de la tierra, decía Jesucristo). Esto vale para la concepción de los sacramentos, para los dogmas de fe y para la doctrina social de la Iglesia. Recibir un documento del Papa con la expectación y alegría propia de quien recibe un consejo de un padre sabio y santo es una actitud muy propia de un católico convencido de su fe, ya hable del aborto, de la pobreza, de la familia o del ambiente. Por cierto, la Laudato si habla de todas estas cosas.