lunes, 17 de octubre de 2011

¿Es Jesús un personaje histórico?


Los cristianos no creemos en un Dios etéreo, inaccesible, conceptual, sino en un Dios que se hizo carne como nosotros, que vivió en una época determinada de la Historia, que sonrió, se cansó, sintió sed, hambre y finalmente murió, tras una serie de sufrimientos horribles. En definitiva, nuestra fe se concreta en un Dios infinito y omnipotente, pero también en un Dios personal, que se hizo humano, como nosotros.
Ahí la fe genérica en la existencia de un Ser que nos supera se concreta en una figura de carne y hueso que nos resulta muy cercana. En ese momento cruzamos el umbral de la Filosofía para entrar en el de Historia. La existencia histórica de Jesús de Nazaret no puede negarse con ningún argumento medianamente riguroso, pues la documentación que nos ha legado la Antigüedad sobre la figura y los hechos de Jesucristo es mucho mayor que la disponible para cualquier otro personaje de la Historia antigua, desde César hasta Alejandro, de Homero a Aristóteles. De hecho, el Evangelio de San Lucas, al que podemos calificar al menos como un buen historiador, ofrece en diversos pasajes una perfecta datación de los hechos que narra. Por ejemplo, nos dice para situar el nacimiento de Jesucristo: “Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino” (San Lucas, 2:1-2). O todavía de modo más preciso, nos dice al inicio de la predicación de San Juan Bautista: “En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (San Lucas, 3:1-3).
La reciente controversia a propósito del Código da Vinci, que mezclaba hábilmente la Historia con la ficción, ha facilitado que muchos más cristianos conozcan las raíces de los documentos sobre los que se basan sus
creencias. Como bien decía un amigo en un seminario sobre ese libro, los cristianos tenemos “todos los papeles en regla”. Un cristiano nunca teme a la verdad, porque Jesucristo mismo nos dijo que El era “el Camino, la Verdad y la Vida” (San Juan, 14: 6), por tanto la verdad siempre va a ser compatible con su Palabra (y no necesariamente con lo que nosotros interpretemos, que es otra cosa distinta).
Tal vez algún que otro cristiano menos informado pudo pensar que la supuesta erudición histórica de un escritor mas bien mediocre, supondría cercenar los fundamentos mismos de nuestra fe, al descubrir un supuesto “apaño” del contenido de las Escrituras que habría realizado la primitiva Iglesia para tergiversar el mensaje de Jesucristo. El planteamiento no deja de ser grotesco; en un mundo donde la comunicación oral era la base de la transmisión del conocimiento, pensar que unos pocos manipuladores podían alterar la tradición acumulada en siglos de persecución y martirio, resulta de una simplificación asombrosa.
Basta acudir a los documentos, que son siempre el fundamento de cualquier investigación histórica, para poner la figura y la predicación de Jesús en un adecuado contexto espacio-temporal. Sobre el contenido histórico del Nuevo Testamento (Evangelios, Epístolas y Apocalipsis), que forma nuestra principal base para entender quién era y qué dijo Jesús, hay tantas fuentes escritas que puede afirmarse sin duda que es el conjunto de libros anteriores a la invención de la imprenta que conocemos con mayor seguridad. Actualmente se conservan unos 5.300 manuscritos con copias en griego de fragmentos del Nuevo Testamento, y más de 9.000 en latín. Si no tuviéramos ninguna de estas copias, todavía se podría reconstruir la práctica totalidad de los textos que forman el Nuevo Testamento a partir de los escritos de los Padres de la Iglesia, entre los siglos II y III. Los códices más antiguos que se conservan datan nada menos que del año 130 dC, concretamente un papiro encontrado en Egipto con textos del Evangelio de S. Juan, tan sólo 40 años posterior a cuando fue escrito.
Si se compara esto con los códices de la Iliada, el libro mejor conservado de la Antigüedad después de los incluidos en el Nuevo Testamento, la diferencia resulta realmente abismal. De la Iliada tenemos apenas 700 códices, con muchas más variaciones entre sí que las que encontramos en los del Nuevo Testamento. Si consideramos otros autores bien aceptados por todos, la comparación resulta todavía más evidente: de Aristóteles conservamos 49 códices; de Platón, 7; de Herodoto, 8; de Aristófanes, 10. De Tucídides, considerado uno de los historiadores más precisos de la antigüedad, apenas conservamos 8 manuscritos.
Además, no solo impresiona el número de códices que conservamos del Nuevo Testamento, sino también la escasa variación entre ellos, lo que nos indica claramente que los copistas eran bien conscientes de la importancia del texto que estaban transmitiendo. La hipótesis de que los líderes cristianos manipularan el contenido de los Evangelios para comunicarnos una visión de la vida de Jesucristo inventada por ellos resulta realmente absurda. Sin entrar ahora en detalles sobre estas polémicas arqueológicas, los textos del Nuevo Testamento tienen tantas copias de indudable datación histórica, que puede afirmarse con claridad que se trata de un texto íntegro, de mucha mayor fiabilidad que cualquiera de los que nos ha legado la Antigüedad.
Por tanto, la vida de Jesús puede considerarse perfectamente histórica, tanto por las fuentes cristianas, como por las paganas, aunque sean ciertamente menores, y por los restos arqueológicos que hemos recibido ya desde los primeros cristianos. Basta un paseo por las catacumbas romanas para anclar nuestra fe en la historia, de quienes vivieron pocos años después de Jesús y fueron testigos, con su palabra, pero sobre todo con su vida, de un mensaje que estaba llamado a cambiar la sociedad de su tiempo.

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