Cuentan que esta sencilla frase, que parece de Perogrullo, decoraba la mesa de un prestigioso gestor internacional. Ciertamente, distinguir lo que realmente es valioso de lo marginal, es una manifestación de sabiduría.
Cuando hablamos del cristianismo en nuestro país, o más propiamente cuando hablamos del modo de vida católico, las primeras cuestiones que saldrán a la palestra –casi siempre en un tono crítico- hacen referencia a temas morales. En los primeros siglos de la Iglesia, las controversias eran intelectuales: si había uno o tres dioses, si Jesús era también Dios o sólo hombre, si tenía una o dos voluntades y naturalezas, etc. Con el paso de los siglos, parece que esos temas no interesan mucho, y que el eje de la conversación va a centrarse seguramente en qué prohíbe la Iglesia sobre determinadas cuestiones morales, siendo las relaciones con el sexto mandamiento las que ocupan la parte más alta del ranking. Lamentablemente, la conversación se centra entonces en lo marginal; no es esencial del cristianismo su concepto de la sexualidad, sino que es en realidad una consecuencia de otras muchas cosas a las que habitualmente no le dedicamos la debida atención.
En un entrañable pasaje del Evangelio de San Lucas se nos narra la visita de Jesús a sus amigos Marta, María y Lázaro. Marta se afanaba en las tareas domésticas, con la estupenda intención de atender mejor a Jesús. Mientras su hermana María “…, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Acercándose (Marta), le dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.” Le
respondió el Señor: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (San Lucas, 10, 39-41). La buena de Marta no tenía mala intención al prestar menos atención directa al Señor; todo lo contrario, lo que quería era agradarle, preparándole un buen alojamiento y comida, pero había perdido de vista lo esencial. Había confundido el medio con el fin. María entendió mejor a Jesucristo, y por eso había captado que la mejor manera de atenderle era precisamente estando pendiente de lo que decía, escuchándole embelesada, como solo saben hacerlo las personas que se quieren. Esa es la esencia del cristianismo: tratar a Jesús, desear estar con Él, meterle en nuestra vida para que la transforme, en definitiva dejarnos amar por Dios y amarle. Eso es lo único importante, lo demás, si ayuda en esa línea, estupendo; si no, nos estorba. Tal vez muchas personas alejadas de la fe piensen que la práctica religiosa es un conjunto de actos más o menos rituales, fríos, casi mecánicos, como si todavía la fe tuviera por objeto principal aplacar la ira de un Dios vengativo. Se trata, evidentemente, de una caricatura de la verdadera religión, en donde el principio básico es conocer y amar más a Dios, no tanto evitar enfadarle. Imaginemos que una persona, tras emprender un costoso viaje, llegara a un afamado restaurante y, tras una larga lista de espera, al sentarse a pedir la comida toda su obsesión fuera elegir cosas que no hicieran daño a su salud, sin importarle si los manjares eran o no exquisitos: ¡Vaya manera de disfrutar de un menú! Para eso no es necesario desplazarse, basta con ir a un restaurante de barrio, o al supermercado de la esquina. Con las limitaciones de un ejemplo, considerar al cristianismo –o, si se quiere, cualquier religión- como un conjunto de preceptos a cumplir, sería perderse los mejores manjares, convirtiendo una experiencia espiritual excelente en una sensación rutinaria.
Si quitamos al cristianismo la inteligencia y el corazón que centran en Jesús sus afanes, todo queda reducido a muy poca cosa, se pierde el sentido último, y resulta muy poco atractivo. No es ésa la esencia de nuestra fe, sino más bien una caricatura que quizá haya crecido con una mezcla de ideas confusas y experiencias decepcionantes. La liturgia es una manifestación del amor a Jesucristo, no el cumplimiento de un ritual cíclico; los sacramentos son señales y fuentes de la Gracia que nos concede Dios para tratarle más intensamente, no meros actos protocolarios; la Iglesia es la reunión de los que queremos hacer de Jesucristo el eje de nuestra vida, no un instrumento de control político y social; la esperanza del Cielo es la confianza en una felicidad sin fin, con quien queremos amar sobre todas las cosas, no un socorrido consuelo para situaciones angustiosas. En pocas palabras, el meollo del cristianismo es el amor a Dios y a los demás. Todo lo demás está al servicio de esa meta. Con palabras hermosas lo recordaba Juan Pablo II en el jubileo con la juventud del año 2000: “En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis en la felicidad; es Él quien os espera cuando nada de lo que encontráis os satisface; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar por el conformismo; es Él quien os empuja a quitaros las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar”.
El cristianismo no es un esquema mental (una ideología), ni un conjunto de recetas doctrinales, sino un encuentro personal con Jesucristo, que reconocemos como Dios encarnado en el tiempo: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva", nos decía Benedicto XVI en su primera encíclica. Al cristianismo no se llega por pura reflexión intelectual, que no cabe duda es muy importante en el camino de la fe, sino por la aceptación vital de una Persona, con mayúscula, que da sentido a todo. Lo demás es una consecuencia de esto. Si amamos a Jesús nos encantará recibirle sacramentalmente y participar en el Memorial de su pasión, que eso es la Santa Misa, o acudir al perdón de los pecados, en la confesión, o recitar una serie de oraciones que nos ayuden a tenerle presente en lo que hacemos, simplemente porque se trata de medios que nos ayudan a conocerle y tratarle con mayor intimidad, no porque sean una especie de moneda de cambio para nuestra salvación. Lo importante es nuestro amor a Dios, por un lado, y cómo aceptamos el amor de Dios en nuestras vidas, por otro. Lo demás, sólo si nos ayuda en ese objetivo.
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