Nada tiene esto que ver con no intervenir para solucionar problemas que suponen una alternación del orden natural; por ejemplo, podemos operar a una vaca que sea incapaz de rumiar para superar ese problema, simplemente, porque la naturaleza vacuna implica esa labor, que hacen de modo espléndido, por cierto.
Ese respeto al orden profundo de las cosas, debería ser también válido para el ser humano. Podemos utilizar la medicina para curar una enfermedad, porque de algún modo la enfermedad es fruto de una disfunción, los ojos originalmente están hechos para ver, si no ejercen bien esa función, nos operamos o nos ponemos gafas; no es lo mismo cuando utilizamos la medicina para impedir que alguien sea fértil porque naturalmente lo es, o que muera forzadamente, antes de su debido tiempo.
En este sentido, conviene recordar que el termino natural hace referencia a lo que es propio de la esencia de un ser, un rasgo que es fruto del proceso inexorable de la evolución (si uno es puramente evolucionista) o del diseño de Dios, si es creacionista. En cualquier caso, natural no es sinónimo de normal, sino más bien es aquello que corresponde a la naturaleza de algo. Si tenemos un claro convencimiento ambiental, deberíamos –en consecuencia- abogar por un comportamiento natural de todos los seres, desde la naturaleza inanimada, hasta los vegetales, animales y humanos.
Intentaré poner algún ejemplo. Para una persona determinada, una enfermedad como la diabetes puede ser normal, porque siempre ha estado enferma, pero no es propio de la naturaleza humana esa anomalía de la glucosa, por eso es lícito ecológicamente y recomendable curarlo. No es equiparable esto a una operación de cambio de sexo, por ejemplo, porque no se puede considerar anómalo que uno biológicamente sea hombre o mujer, independientemente de lo que le gustaría haber sido. Tampoco parecen aceptables al aborto o la eutanasia, que son completamente contrarias a una ecología profunda; pues nada hay más natural a un niño que el seno de su madre. Resulta realmente sorprendente que algunos grupos ecologistas manifiesten, con toda razón, sus temores ante la creación de cultivos transgénicos, y no se manifiesten en contra de la transformación genética de la naturaleza humana que se avecina a partir de las técnicas de clonación, por muy terapéuticas que quieran presentarse.
No estoy hablando de cuestiones morales, sino ambientales. Partiendo de la base que lo natural es lo más deseable, el estado de evolución más perfecta, la alteración arbitraria que los humanos podemos introducir siempre tendrá consecuencias indeseadas: si se deforesta, el escurrimiento del agua es más rápido, con lo que tiende a acumularse más rápidamente y provocar inundaciones aguas abajo, además arrastra más sedimentos y con la fuerza de la gravedad, las corrientes erosionan mucho más en los valles, lo que acaba provocando deslizamientos de tierras. También si alteramos la naturaleza humana, acabaremos pagando las consecuencias. Debilitar el vínculo familiar, que es tan natural al carácter social del ser humano, lleva consigo impactos negativos en el rendimiento educativo de los jóvenes, situaciones de violencia, de desarraigo, que acaban afectando a muy diversos sectores de la sociedad. Hace pocos días me comentaba un amigo brasileño el problema que supone la gran cantidad de adolescentes desarraigados en su país, con problemas de marginalidad y violencia callejera muy sustanciales.
Si admitimos que los valores naturales deberían también guiar nuestros principios, es clave educar en el respeto y aprendizaje de la naturaleza. Sin caer en el mito del buen salvaje, es evidente que la sociedad occidental ha debilitado considerablemente sus valores naturales, ha trastocado muchos principios que parecen obvios a partir de la pura observación de la naturaleza, y eso supondrá –más bien antes que después, pues de hecho ya lo estamos observando- un deterioro material y espiritual.
Admirar la naturaleza es un primer paso, aprender de ella es un segundo mucho más ambicioso, pero que acabará a la larga devolviéndonos un equilibrio que en buena parte hemos perdido. Hemos creado ciudades inhumanas, que nos exigen un esfuerzo ímprobo para salir de ellas a buscar un poco de tranquilidad en un entorno supuestamente natural. ¿No hubiera sido más sencillo que las ciudades fueran más naturales? ¿Es necesario mantener el ritmo actual de consumo, los flujos de desplazamiento, en un sentido y en otro? Algo de añoranza sentimos de nuestro pasado natural, y pienso que no es necesario retornar a la selva para conseguirlo, pues más bien es el equilibrio natural, en nuestro interior, y con nuestro ambiente, lo que en el fondo estamos anhelando.
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