La consideración de que los recursos naturales son muy generosos, pero finitos, nos llevará a educar en un uso más responsable de los mismos. No tenemos energía, agua, suelo o atmósfera en cantidades ilimitadas, y no tenemos derecho a agotar recursos que serán preciosos para otras personas, actualmente y en generaciones futuras. Frente a la cultura del uso sostenible de los recursos, aquel que se garantiza en el tiempo, actualmente vivimos en una economía del despilfarro, donde el uso de los bienes resulta cada vez más efímero. Al contacto con personas de recursos muy modestos, que suplen con
ingenio las carencias del entorno donde se mueven, contrasta nítidamente el embotamiento espiritual e intelectual que supone tantas veces la abundancia, el uso superficial que hacemos de tantos objetos que compramos, y que pueden calificarse en el mejor de los casos como superfluos, cuando no completamente estrafalarios. Ya advertía de esta tendencia uno de los primeros pensadores ambientalistas, Henry Thoreau, cuando señalaba en 1854: "La mayor parte de los lujos y muchas de las comodidades de la vida, no sólo no son indispensables sino obstáculos positivos para la elevación de la humanidad...cuántas más cosas de ésas tienes, más pobre eres" (H. D. Thoreau, Walden or life in the woods, 1854)
Lo que preocupa no es solo la inversión ambiental que requiere conseguir esos cachivaches, sino nuestra permanente sumisión a los medios publicitarios para que pasemos a considerar como necesario algo que nunca antes habíamos echado en falta. Hace unos años entré en un centro comercial y observé con sorpresa que muchos clientes llevaban un oso de peluche bastante grande, casi un metro de altura, en sus carritos. Poco después encontré un stand con el grueso de esa población osezna. Un gran cartel indicaba que el susodicho oso de peluche (naturalmente, Made in China) podía adquirirse por tan solo 1000 pts (6 Euros al cambio actual, aunque seguramente lo pondrían a 10, por aquello de la teoría del “precio redondo”). No era entonces mal precio para una cosa tan grande, seguro que la mayor parte de los que “mordieron el anzuelo” pensarían que habían aprovechado una gran oferta, pero me pregunto, ¿cuántos de ellos tenían pensado apenas unas horas antes comprar un oso de peluche de 1 m de altura?, es más, ¿a cuántos les hacía alguna falta un oso de esas dimensiones? Seguramente a casi ninguno: había vuelto a ganar la sociedad de consumo.
Ante esta permanente adoración del objeto comprable, es difícil que tengamos la cabeza suficientemente fría para saber decir, simple y llanamente, ¡no!: No me hace falta un oso de peluche, por mi barato que sea, no aporta nada a mi vida, ni a la de mis hijos, a los que tendré que sacar de su habitación para poder meter ese inmenso oso. Seguramente lo acabaré tirando a los pocos días, o tal vez comprándome una nueva casa para que las habitaciones sean más grandes y puedan caber confortablemente, a la vez, mis hijos y el oso: en fin, tendremos a la postre que admitir que es el oso de peluche el que nos ha comprado a nosotros, porque ha hecho nuestra vida más complicada. Los bienes deberían servir para satisfacer nuestras necesidades, no para crearnos otras nuevas, para enriquecernos como personas, con hábitos que nos hagan más nobles, más generosos, que nos ayuden a aprender cosas nuevas, a compartirlas con los demás, o a descansar razonablemente. Todo eso ahora parece muy complicado, simple y llanamente, porque hemos perdido la brújula de lo espiritual, y no me refiero ahora solo a lo religioso, ante el potente imán de lo material.
Esa actitud de despilfarro tiene muchas consecuencias ambientales, que están llevando a plantear conflictos ecológicos sin precedentes, como los derivados del cambio climático o la transformación del uso del suelo. A mi modo de ver la única manera de abordarlos es cambiar nuestros patrones de vida, haciendo más acorde los recursos que usamos con las necesidades que cubren. Simplificando las cosas, si las necesidades básicas de un niño indio están cubiertas, cabría preguntarse por qué uno norteamericano necesita diez veces más energía, quinces veces más recursos minerales o siete veces más alimentos para conseguir el mismo nivel de “felicidad” vital (asumiendo, claro está que ambos tengan el mismo nivel de atención y afecto de sus padres o familia, lo cual, ciertamente, tiene poco que ver con la renta per cápita). En definitiva, ¿es diez veces más feliz un niño norteamericano que uno indio porque gaste más energía en esa misma proporción? Lo dudo sinceramente, hasta me permito sugerir que es muchos casos la relación es negativa, puesto que seguramente en la India recibirá mayor atención de sus padres y tendrá hermanos con los que jugar, que sin duda es un juguete más ingenioso y versátil que cualquier otro que podamos diseñar en Occidente.
Ahora bien, ¿qué razones podemos tener para dejar de consumir lo que nuestras finanzas permiten? Por un lado, una creciente preocupación por la conservación ambiental: cada bien que usamos ha implicado transformar un cierto recurso natural, con una determinada cantidad de energía y de residuos. Usémoslo, en consecuencia, con el debido aprovechamiento. Ya hay algunos síntomas de mejoras en esta conciencia ambiental, desde el reciclaje que facilita la reutilización de algunos desechos, hasta las diversas tácticas para el uso más racional del agua. Otro estímulo se relaciona con el cambio en la escala de valores que guía nuestra sociedad, que nos permita transformar la cultura del tener por la del ser. Esto requiere una creciente valoración de los valores espirituales, como manifestaba Schumacher en “Lo pequeño es hermoso”, uno de los libros pioneros en el enfoque conservacionista: “La naturaleza abomina el vacío, y cuando el “espacio espiritual” disponible no está colmado de alguna motivación más elevada, necesariamente se llenará con algo más bajo, con la pequeña, uniforme y calculadora actitud ante la vida que se racionaliza en los cálculos económicos” (Schumacher, 1973: 123).
Desde el punto de vista educativo, esta visión ambiental ayudará a que los estudiantes valoren más lo que poseen y entiendan mejor la diferencia entre lo necesario y lo superfluo. A mi modo de ver, uno de los grandes problemas de la educación actualmente es que los chicos no sean conscientes de que hay limitaciones: casi cualquier capricho se puede conseguir; basta con insistir lo suficiente. La naturaleza nos enseña que la realidad tiene límites, por muy protectora que sea la educación de nuestros jóvenes, antes o después van a descubrir que la realidad no es Disneylandia. Crecer sin la experiencia de los límites puede engendrar personas incapaces de estímulos interiores, y por tanto, que tendrán peor capacidad de vencer nuevos retos. Sería iluso pretender que alguien forme parte de la orquesta sinfónica de Viena sin haber sobrellevado, durante muchos años, el esfuerzo que supone aprender a tocar un instrumento. La naturaleza nos enseña que solo el ser humano es protector en exceso, cualquier otro recién nacido puede sobrevivir razonablemente: nosotros hemos extendido esa dependencia hasta después de acabada la carrera universitaria, en el mejor de los casos. En definitiva, educar en la sobriedad en el uso de los recursos no sólo es un beneficio para el medioambiente en el que vivimos, sino sobre todo es una estrategia excelente para que los chicos se den cuenta de sus propias limitaciones, y tengan resortes interiores para superarlas.
Me permito añadir -no voy a ocultar que un poco a la sombra del viaje del Papa, que acaba de concluir- que frente a la "cultura del tener" podemos-debemos pasar a la "cultura del dar"... Pero, claro, no deja de ser una dimensión de esa "cultura del ser" a la que acertadamente apuntas.
ResponderEliminarGracias, Emilio, por compartir estas cosas...