Los cristianos celebramos hoy la Resurrección de Jesucristo. Es la fiesta más importante del cristianismo, la Pascua por excelencia. Si Jesucristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe, como argumentaba San Pablo, pues todo hubiera acabado en una químera anclada a la Cruz. Pero no era ese el final, no es ése el destino del sacrificio del inocente. No es cierto que el mal triunfe, aunque a nuestros ojos tantas veces lo parezca, aunque se nos antoje demasiado débil el triunfo de Jesús. El reinado de Cristo es definitivo: no necesita ninguna otra demostración, pero Dios no quiere reinar como los gobernantes temporales, no quiere evidenciar su poder, tal vez para que sea más libre nuestra aceptación. Si el poder de Jesús necesitara evidenciarse por la fuerza, imponerse por un dominio material, no cabría más que someterse, y El quiere que le queramos libremente. A veces esto nos desconcierta, y nos gustaría que Dios se manifestara de modo más rotundo, que acabara con las injusticias, que retirara la cizaña del mundo. Por eso, nos preguntamos, con el entonces Cardenal Ratzinger, "¿por qué sigue impotente?, ¿por qué reina tan débilmente, crucificado, como un fracasado? Sin embargo, es evidente que quiere reinar así, ése es el poder divino. Porque dominar por imposición, con un poder que se ha conseguido y se mantiene por la fuerza, al parecer, no es la forma divina de poder" (La sal de la Tierra, 1997, 239).
Pero cualquier poder material es perecedero. Cualquier imperio ha caído. Cualquier gobernante, por más poder que hubiera tenido, ahora está tan enterrado como cualquier otro ser humano, quizá junto al más débil o ignorante. Solo Jesucristo está vivo, solo El ha resucitado. La muerte no fue el final de su Vida, sino sólo una etapa. Los cristianos no tenemos derecho al pesimismo, no podemos mirar los problemas con horizontes terrenos. La ecuación sólo se resuelve cuando se añade un término que está anclado en la vida eterna. Cuando la existencia terrena parezca absurda; no perdamos de vista que no se encierra en sí misma. No es necesario que todas las piezas encajen aquí, porque algunas de ellas no son de aquí. Sin espíritu estamos perdidos en la ilógica de un puzzle al que le faltan muchas piezas: no podremos armarlo, ni siquiera a veces veremos cuál es su tema de fondo. Por eso la Resurrección de Jesús nos recuerda nuestra dimensión más profunda, a la que estamos llamados, que reclamamos en lo más hondo de nuestra alma, a veces sin quererlo explícitamente. ¿Por qué, si no, esa tendencia a perdurar? ¿por qué son siempre más altos nuestros anhelos? ¿por qué sentimos que la felicidad de la tierra no es suficiente?
Pero cualquier poder material es perecedero. Cualquier imperio ha caído. Cualquier gobernante, por más poder que hubiera tenido, ahora está tan enterrado como cualquier otro ser humano, quizá junto al más débil o ignorante. Solo Jesucristo está vivo, solo El ha resucitado. La muerte no fue el final de su Vida, sino sólo una etapa. Los cristianos no tenemos derecho al pesimismo, no podemos mirar los problemas con horizontes terrenos. La ecuación sólo se resuelve cuando se añade un término que está anclado en la vida eterna. Cuando la existencia terrena parezca absurda; no perdamos de vista que no se encierra en sí misma. No es necesario que todas las piezas encajen aquí, porque algunas de ellas no son de aquí. Sin espíritu estamos perdidos en la ilógica de un puzzle al que le faltan muchas piezas: no podremos armarlo, ni siquiera a veces veremos cuál es su tema de fondo. Por eso la Resurrección de Jesús nos recuerda nuestra dimensión más profunda, a la que estamos llamados, que reclamamos en lo más hondo de nuestra alma, a veces sin quererlo explícitamente. ¿Por qué, si no, esa tendencia a perdurar? ¿por qué son siempre más altos nuestros anhelos? ¿por qué sentimos que la felicidad de la tierra no es suficiente?