Hoy Domingo de Ramos iniciamos los cristianos la semana litúrgica más importante, a la que llamamos, con propiedad, Semana Santa. Para muchos serán sólo unos días de descanso, para otros una ocasión de recuperar tradiciones culturales. Para los cristianos es una ocasión especialmente nítida de recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. En nuestro país son frecuentes en estos días las manifestaciones públicas de los misterios pascuales, habitualmente en forma de procesiones callejeras, que recuerdan el sentido último de estos días. A mi no me atraen especialmente; prefiero celebrarlo de modo más íntimo, en los oficios litúrgicos y en una oración más recogida.
Tanto para quienes son más partidarios de la devoción pública, como para los que se siente más cercanos a una celebración más discreta, son días especialmente propicios para meditar sobre el sentido último del sufrimiento de Jesús y, por extensión, de la presencia del dolor, del sufrimiento, en el mundo. ¿Por qué quiso Jesucristo redimirnos con un sacrificio tan tremendo? ¿no podría haberlo hecho con mucho menos dolor? La tradición católica lo interpreta como un signo de la maldad del pecado; es tan grave que el hombre se enfrente a Dios, que desprecie la imagen de Dios en los demás hombres, que el mismo Hijo de Dios tenía que morir, en su humanidad, para repararlo. Ese sacrificio ha servido para pagar por todos los pecados de todos los seres humanos, también por los nuestros. El tremendo dolor de Cristo fue fruto de nuestras conductas equivocadas, y estos días, ante la meditación de ese dolor, ¿vamos a seguir manteniendo tales conductas? ¿vamos a seguir pidiéndole a Jesús que muera por ellas? ¿no seremos suficientemente generosos para acabar con ellas, para cambiar?
Por otro lado, la consideración del sufrimiento de Jesús en su Pasión nos recuerda nuestro propio dolor, físico o espiritual. El mundo sigue doliéndose por nuestros pecados. Y nos preguntamos ¿si Jesucristo ya ha sufrido por ellos, porque es necesario que siga existiendo? ¿Hay algo más que redimir? La tradición cristiana confiesa a Jesús como el único Redentor de los seres humanos. El sacrificio de la Cruz bastó para redimirnos del pecado. Sin embargo, Dios quiere también que nosotros nos asociemos libremente a la Redención, no quiere -si podemos hablar así- imponernos su sacrificio. Podría haber salvado a todos automáticamente, pero ya no seríamos libres de aceptar o no su amor por nosotros. Aunque ya no es necesario más sacrificio, Dios nos permite asociarnos al dolor de su Hijo con nuestro propio dolor. Ese es el sentido de las palabras de San Pablo: "Hermanos: Ahora me alegro de sufrir por vosotros, porque así completo lo que falta a la pasión de Cristo en mí, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Colosenses 1, 24-25). Por eso, cualquier dolor, enfermedad, sufrimiento, tienen un sentido redentor si nos unimos al sacrificio de la Cruz. La Beata Teresa de Calcuta, que tan bien conocía el dolor humano, nos dejó escrito: "El sufrimiento en sí mismo no es nada; pero el sufrimiento compartido con la Pasión de Cristo es un don maravilloso". Para las personas sin Fe, la existencia del dolor es desconcertante: la enfermedad, las deficiencias fisicas o síquicas, o el sacrificio, particularmente del inocente, son absurdos. Para quien tiene Fe y sabe reconocer a Jesús en los que sufren, ese dolor tiene un sentido profundo, pues acompaña a su propio padecimiento: "Desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece", nos dijo Benedicto XVI en su visita a la Fundación Instituto San José de Madrid en 2011. Para un cristiano, el dolor tiene sentido, no porque lo busquemos de modo enfermizo, sino porque lo aceptamos con una significación más honda.
Tanto para quienes son más partidarios de la devoción pública, como para los que se siente más cercanos a una celebración más discreta, son días especialmente propicios para meditar sobre el sentido último del sufrimiento de Jesús y, por extensión, de la presencia del dolor, del sufrimiento, en el mundo. ¿Por qué quiso Jesucristo redimirnos con un sacrificio tan tremendo? ¿no podría haberlo hecho con mucho menos dolor? La tradición católica lo interpreta como un signo de la maldad del pecado; es tan grave que el hombre se enfrente a Dios, que desprecie la imagen de Dios en los demás hombres, que el mismo Hijo de Dios tenía que morir, en su humanidad, para repararlo. Ese sacrificio ha servido para pagar por todos los pecados de todos los seres humanos, también por los nuestros. El tremendo dolor de Cristo fue fruto de nuestras conductas equivocadas, y estos días, ante la meditación de ese dolor, ¿vamos a seguir manteniendo tales conductas? ¿vamos a seguir pidiéndole a Jesús que muera por ellas? ¿no seremos suficientemente generosos para acabar con ellas, para cambiar?
Por otro lado, la consideración del sufrimiento de Jesús en su Pasión nos recuerda nuestro propio dolor, físico o espiritual. El mundo sigue doliéndose por nuestros pecados. Y nos preguntamos ¿si Jesucristo ya ha sufrido por ellos, porque es necesario que siga existiendo? ¿Hay algo más que redimir? La tradición cristiana confiesa a Jesús como el único Redentor de los seres humanos. El sacrificio de la Cruz bastó para redimirnos del pecado. Sin embargo, Dios quiere también que nosotros nos asociemos libremente a la Redención, no quiere -si podemos hablar así- imponernos su sacrificio. Podría haber salvado a todos automáticamente, pero ya no seríamos libres de aceptar o no su amor por nosotros. Aunque ya no es necesario más sacrificio, Dios nos permite asociarnos al dolor de su Hijo con nuestro propio dolor. Ese es el sentido de las palabras de San Pablo: "Hermanos: Ahora me alegro de sufrir por vosotros, porque así completo lo que falta a la pasión de Cristo en mí, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Colosenses 1, 24-25). Por eso, cualquier dolor, enfermedad, sufrimiento, tienen un sentido redentor si nos unimos al sacrificio de la Cruz. La Beata Teresa de Calcuta, que tan bien conocía el dolor humano, nos dejó escrito: "El sufrimiento en sí mismo no es nada; pero el sufrimiento compartido con la Pasión de Cristo es un don maravilloso". Para las personas sin Fe, la existencia del dolor es desconcertante: la enfermedad, las deficiencias fisicas o síquicas, o el sacrificio, particularmente del inocente, son absurdos. Para quien tiene Fe y sabe reconocer a Jesús en los que sufren, ese dolor tiene un sentido profundo, pues acompaña a su propio padecimiento: "Desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece", nos dijo Benedicto XVI en su visita a la Fundación Instituto San José de Madrid en 2011. Para un cristiano, el dolor tiene sentido, no porque lo busquemos de modo enfermizo, sino porque lo aceptamos con una significación más honda.
La Cruz es el símbolo del cristianismo, no un adorno que nos colgamos al pecho, porque recordamos el mayor testimonio de quien tanto nos amó que estuvo dispuesto a morir por nosotros. También porque nos recuerda que debemos seguir su ejemplo, renunciando a nosotros mismos para darnos a los demás, buscando su bien. No podemos construir un cristianismo sin Cruz, evitando el sacrificio en nuestra vida, si sabemos que es necesario para los demás o para nuestro bien espiritual. En su homilia a los cardenales que le eligieron el Papa Francisco lo dejó meridianamente claro: "Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor"
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