domingo, 29 de mayo de 2016

La alegria del amor

Evidentemente no soy el primero, y espero que no sea el último, en señalar el enorme interés que tiene la reciente exhortación apostólica del Papa Francisco: "La alegría del amor".  Me parece que es una de las reflexiones más lúcidas y atractivas realizadas en las últimas décadas sobre el matrimonio y la familia, verdadera columna vertebral del tejido social. Aprendemos a convivir con otros en la familia, aprendemos a querer y a ser queridos, a ayudar y ser ayudados, a enriquecer nuestras potencialidades y a conocer nuestros límites. La familia es el nicho ecológico del desarrollo humano.
Por eso es tan preocupante la enorme crisis actual del matrimonio, fundamento de la familia. Sin un matrimonio estable, no hay una familia estable. Sin un padre y una madre, no hay hermanos o abuelos, o son fruto de situaciones previos que raramente funcionan. Ciertamente la muerte de uno de los cónyuges puede dar lugar a familias de varios orígenes, pero cuando esa mezcla es fruto de la desunión, tantas veces teñida de rencor y odio, la huella sobre los niños (y los propios cónyuges) es difícil de reparar.
Es preciso preguntarnos qué ha ocurrido, por qué el matrimonio es ahora tan débil. Sin duda hay razones muy diversas. En cualquer caso, intentar explicarlo no puede llevarnos a considerar el divorcio como un beneficio. Su impacto social es tremendo, tanto en las vidas de los más pequeños -los más afectados y vulnerables- como en la de quienes experiementan esa separación. Quizá una de las raíces más claras del aumento de las crisis matrimoniales, y eventualmente de los divorcios a que dan lugar, sea la falta de diálogo, de generosidad, entre los cónyuges. El Papa Francisco incluye un bellísimo comentario al himno del amor que recoge la primera carta de San Pablo a los Corintios: "La caridad (el amor) es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace con la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Cor. 13). Qué bueno sería que los esposos dialogaran sobre este texto más a menudo. Un amor vivido a sí por ambos cónyuges es muy difícil que se rompa, está sellado con enorme fuerza y además está bendecido por el amor a Dios.
Como había hecho en su primera exhortación, vuelve el Papa a proponer la alegría como núcleo del mensaje cristiano. Como él mismo indica, es mucho más importante proponer la concepción cristiana del matrimonio que debatir sobre las situaciones de crisis, que habrá que atender con el equilibrio propio entre la fidelidad al mensaje de Jesucristo y su infinita misericordia con todos.
El amor entre los esposos se apoya en una generosidad abierta al otro. No es una cuestión de sentimientos, más o menos volátiles, sino de una voluntad de construir un proyecto de vida. Lo dice muy bienel Papa cuando afirma: "No podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad" (n. 163). Por encima incluso de la afectividad está la voluntad: querer querer, y ese amor será mucho más fuerte que los sentimientos, no para negarlos lógicamente, sino para hacerlos más hondos, menos dependientes del humor cambiante. Eso permitirá un matrimonio estable y, por tanto, una familia estable, donde crezcan los hijos en un ambiente de alegría y generosidad.

domingo, 22 de mayo de 2016

Las galletas y los incendios forestales

Según la teoría del caos casi todo está relacionado con casi todo (aquello del efecto mariposa), así que cuando alguien haya visto este título pensará que voy a hacer un ejercicio de malabarismo causal para relacionar las galletas que comemos con los incendios forestales, pero las dos cosas están mucho más conectadas de lo que parece.
Este pasado verano estuve en un seminario internacional sobre las emisiones producidas por los incendios forestales en Indonesia, uno de los países más afectados y que más afectan a sus vecinos, particularlmente en periodos de inusual sequía, relacionados con el fenómeno del Niño. Este año 2015 ha sido particularmente severo, lo que supuesto una de las peores temporadas de incendios en todo el Sureste Asiático. Todavía no está bien cuantificada la superficie quemada en esos incendios, que principalmente afectan a Sumatra y Borneo, pero sí se sabe que han supuesto la emisión de masivas cantidades de gases de efecto invernadero (principalmente CO2, pero también óxidos de nitrógeno y metano) y de particulas sólidas. Los efectos sobre la población local no se conocen con precisión, pero las estadísticas de muertes causadas por enfermedades respiratorias en la región parecen cifrar las muertes prematuras de población vulnerable en decenas de miles. En la época más álgida de estos fuegos, se han llegado a contabilizar densidades de particulas en el aire 40 veces superiores al límite permitido en Europa. Se queman bosques primarios de gran valor ecológico, muchos de ellos asentados en zonas de turbera, con una gran cantidad de materia orgánica en el suelo, que contribuye todavía más a las emisiones de CO2.
Estos incendios de Indonesia son provocados. Los facilita la sequía, pero los causa la acción humana que tiene por objetivo principal eliminar el bosque nativo para dedicarlo al cultivo de palmas aceiteras (palma africana). Los más perspicaces a estas alturas empezarán a vislumbrar la conexión que les prometía al principio. El aceite de palma es uno de los productos más utilizados en repostería, porque tiene una gran cantidad de grasas saturadas, además de en aperitivos, productos de cosmética y de limpieza. Las grandes compañías que controlan el cultivo y comercialización del aceite de palma promueven la quema de bosques, algunas zonas en concesión del gobierno indonesio y otras muchas aprovechando la debilidad y corrupción de los regidores locales. Además, el proceso también afecta a la estructura social de la región, donde los pequeños agricultores acaban siendo enrolados en esas grandes plantaciones por salarios ínfimos, trastocando sus modos de vida tradicionales.
Así las cosas, decidí este verano dejar de consumir bollería que contenga aceite de palma. La cosa es más complicada de lo que parece, ya que si tenemos la curiosidad de ver los ingredientes de la bollería disponible en nuestro país, comprobaremos con horror que casi toda incluye este aceite. En mi primer análisis tuve que descartar casi todas las marcas de galletas que había consumido hasta ese momento, y quedarme con una de la marca Gullón, que utiliza aceite de girasol, y otra menos conocida de magdalenas que emplea aceite de oliva.
Esto del consumo responsable a veces resulta complicado, pero es nuestra única herramienta contra las corporaciones internacionales: sólo con la presión del consumidor cambiarán sus estrategias productivas. Negar al que obvia las cuestiones ambientales y favorecer a quien las aprecia. Es una pequeña contribución en la línea a la que nos invita el Papa Francisco en la Laudato si: "La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida" (n. 225)

domingo, 15 de mayo de 2016

La libertad del cristiano

 A veces se razona contra la existencia de Dios mostrando la realidad del mal en el mundo: si Dios existe, es Todopoderoso y Bueno, no tiene sentido que consienta los crímenes, las guerras, los robos, las vejaciones de todo tipo que se cometen por los pecados de los hombres. Ellos, que juegan a aprendices de Dios, parece que hubieran creado otro mundo, quizá donde no hubiera libertad para equivocarse, pero no es así como lo ha querido Dios. El mal no es consecuencia de la libertad, pero la requiere. Si no tenemos capacidad de elegir, incluso el mal, nuestra vida estaría predeterminada y nuestras acciones morales no tendrían ningún valor.
Además, y es lo más importante, la libertad permite realizar el bien de modo consciente, eligiéndolo sobre otras opciones. Es más fácil que nos obedezca un perro que un hijo, pero es mucho más satisfactorio que lo haga un hijo, y es muy superior su cariño al de un animal, por muy noble que sea. Quizá por eso Dios quiso correr el riesgo de nuestra libertad, por eso quiere que pongamos algo, siquiera un poco, de nuestra parte. El trato con Dios debería emanar de una libertad íntima, de un amor libre, que no responde a ninguna presión externa. Tal vez uno de los mejores resúmenes de la vida cristiana venga de la pluma de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Los dos extremos de esta sencilla frase son imprescindibles para entenderla correctamente. Si amamos de verdad a Dios, haremos libremente lo que Dios quiera, porque nosotros lo querremos con todo convencimiento, como cualquier amor noble de esta tierra tiene por objeto agradar a la persona que ama. Si, por el contrario, hacemos lo que Dios quiere, pero sin amarle, nuestra vida será plana, mero cumplimiento de una normativa, de unos mandamientos impuestos desde fuera.
Con esa actitud estaríamos reduciendo el cristianismo a un catálogo de preceptos, convirtiendo los medios en fines. Apagando la libertad, encendemos la rutina y empobrecemos un amor que de suyo está llamado a ser infinito, porque Dios es inconmensurable. Como consecuencia de ese amor a nuestra libertad en el trato con Dios, tendremos también un profundo respeto a la autonomía de los demás, a su capacidad de decidir, aunque tomen opciones contrarias a lo que Dios les propone. Si Dios acepta esas decisiones que juzgamos equivocadas, ¿por qué nosotros vamos a impedirlas? Forzar la conciencia de nadie, incluso para obligarle a hacer el bien, parece una de las más flagrantes malinterpretaciones del querer de Dios. La conciencia es un santuario íntimo al que sólo podremos acceder si la otra persona nos abre su puerta, pidiendo ayuda. El cariño verdadero por esa persona nos llevará a implicarnos, a ayudar, para evitar algo que degrada a esa persona a quien queremos, pero sin saltar una verja que sólo puede abrirse desde dentro. Aquí, como en tantos aspectos, el equilibrio será difícil de obtener, pero es necesario. Tampoco es cristiana la indiferencia. Sin duda, detrás del supuesto respeto a las opiniones de los demás puede ocultarse la apatía por quienes nos rodean. Creo que lo expresa muy bien Susana Tamaro cuando afirma: “Detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse”
Si el respeto convive con la preocupación por los demás, surgirá de modo natural nuestra sugerencia en lo que consideramos decisiones equivocadas, respetando lógicamente su decisión. Dios, que podría cambiar inmediatamente a esa persona, no lo hace, y Él sabrá mejor que nosotros por qué. Él sólo quiere que nosotros sirvamos de altavoces de su palabra y de su vida, que nos impliquemos en ayuda a toda persona que nos rodea, también a descubrir la verdad, pero sólo ella puede llegar al convencimiento.

domingo, 8 de mayo de 2016

Realidad e ideología

Todos estamos influidos por nuestras propias ideas pre-concebidas, literalmente por nuestros "prejuicios". Eso nos lleva a juzgar la realidad que nos circunda con un cierto sesgo. Nos cuesta aceptar cosas que vayan en contra de nuestras teorías, en lugar de plantearnos la solidez de éstas. Mirar la realidad con sentido crítico debería llevarnos a actualizar nuestro pensamiento cuando el número de evidencias sea lo suficientemente claro, en lugar de empeñarnos en seguir extrayendo conclusiones marginales a partir de nuestra interpretación a priori de lo que ocurre. Ciertamente, éste es también un freno importante para el diálogo entre personas que piensan de forma distinta. Con frecuencia en lugar de reflexionar sobre lo que nos dice quien expone otro punto de vista, nos enrocamos en nuestra propia postura, asumiendo que sólo hay una forma correcta -la nuestra, naturalmente- de ver la realidad. Esto disminuye notablemente nuestra capacidad de entender a otras personas y otros fenómenos que no encajan, o lo hacen de manera muy tangencial, en nuestra posición mental. El diálogo implica intercambiar ideas, asumir que las nuestras pueden ser débiles y las del otro convincentes. Aunque naturalmente no se trata de que uno cambie de valores cada vez que habla con personas de otras tendencias, esa actitud abierta nos enriquecerá nuestra visión de la realidad que nos circunda, y seguramente se afianzarán muchas de nuestras convicciones incorporando otros puntos de vista.
Me venían estas cosas a la mente a raíz de un vídeo que me ha enviado un amigo, que muestra con un ejemplo muy sencillo, hasta qué punto vemos lo que estamos dispuestos previamente a ver. Os dejo el enlace.



domingo, 1 de mayo de 2016

El valor de lo espiritual

Hace ya bastantes años, en uno de mis primeros viajes a EE.UU., entré en una librería bastante grande y empecé a curiosear las distintas secciones. Me llamó mucho la atención que la sección de libros religiosos estuviera dividida en dos grandes grupos, por un lado lo que etiquetaban como Religions, y por otro, lo que denominaban Spirituality. Me llamó la atención esta división, porque yo entendía como libros de espiritualidad aquellos que han escrito los santos (Sta. Teresa de Jesús, S. Juan de la Cruz o S. Pedro de Alcántara, por citar algunos), o autores contemporáneos que comentan esas obras o la propia Sagrada Escritura. Sin embargo, allí calificaban como espiritualidad libros dedicados a las cosas más variadas: desde la autoayuda y el New Age, hasta cuestiones esotéricas diversas. Pensé que el concepto de espíritu se había desgajado de alguna forma de la concepción religiosa, para calificar todo aquello que se considera metamaterial, aunque sean las cosas más peregrinas. De alguna forma, esto puede explicarse por la insistencia, de casi dos siglos, en ahogar el concepto de Dios en la cultura occidental, y en la resistencia natural de los seres humanos a cerrar todo en el horizonte material. En pocas palabras, esas formas de espiritualidad sin Dios indican que tenemos una necesidad innata de lo espiritual que, al margen de Dios, puede conducir a posiciones verdaderamente extravagantes.
Sin llegar a esos extremos, la atracción de muchos contemporáneos por el Budismo y otras filosofías orientales me parece que encaja bien en esa tendencia. Se buscan caminos que enriquezcan el espíritu ante la evidencia que el consumismo material no colma nuestro afán de felicidad: el hastío ante una sociedad vacía de valores da paso a cultivar el espíritu, por vías que se consideren alternativas al modelo cultural dominante. El problema es que esa apertura a espiritualidades nuevas se hace al margen de la espiritualidad occidental (la cristiana, para entendernos), como si el modelo materialista fuera parte de ella. Poco tiene que ver el consumismo con el cristianismo, poco la búsqueda del placer material con la tradición de oración cristiana, pero parece ahora que para tener una vida espiritual intensa haya que irse al Tibet. Ya Ghandi se admiraba de la riqueza espiritual del cristianismo, y de la pobreza de quienes lo practicaban, asi que parece que vendrán de Oriente a descubrirnos nuestro patrimonio espiritual perdido.
Por esta razón, me parece que es sumamente interesante conocer mejor estas filosofías orientales, que sin duda suponen una revalorización de elementos imprescindibles en al ser humano: meditación, armonía, paz, interioridad, sobriedad de vida, etc. Analizar su origen y contenido, sus propuestas y su relación con la visión cristiana de la vida es el objetivo del libro que acaba de publicar Daniel Barcala: LA SENDA DEL ILUMINADO. INTRODUCCIÓN AL BUDISMO, en la editorial Digital Reasons. El libro supone un texto básico, pero suficientemente amplio, para entender el origen e implicaciones de esta filosofía que tanto atrae ahora en occidente y de la que tanto podemos aprender. No creo que haya de concebirse como competidora del cristianismo o de otras religiones, aunque haya puntos en los que parte de una concepción del mundo muy diversa a la nuestra. En cualquier caso, su sabiduría milenaria nos ayudará a reconducir los valores morales que esta sociedad ha olvidado, rescatando lo mejor de una visión más espiritual y profunda de la realidad que nos circunda.