La educación es sin duda una de las tareas más trascendentales que podemos desarrollar los seres humanos. A unos nos toca por profesión, a otros -los más- por la tarea insustituible de padres y madres. Educar, decía Platón, es sacar de una persona toda la belleza y la perfección de que es capaz. El reto es muy difícil y, sobre todo para los padres, aquí no hay examen de septiembre: se educa de una determinada forma y los frutos vendrán en función de ello -naturalmente, y de la libertad de los hijos-, por lo que es lógica la preocupación de cualquier padre y madre sobre cómo promover en sus hijos el tipo de valores que les harán, en el futuro, mejores personas.
Para unos padres cristianos, una preocupación añadida será cómo conseguir que la fe que quieren transmitir a sus hijos arraigue y sea permanente. Tantas veces, la educación cristiana acaba diluyéndose cuando los chicos entran en la adolescencia, quizá cuando entran en la universidad, como si todos los valores transmitidos cayeran en saco roto. El asunto es de especial relevancia en nuestro país, donde se hecha en falta la influencia social de esa gran cantidad de jóvenes que han sido educados en colegios católicos.
No es ciertamente tarea fácil educar, requiere mucha sabiduría (de esa que da el Espíritu Santo al hilo de la oración personal) y mucho ejercicio de las virtudes, pues lo que realmente se aprende no es lo que se oye, sino más bien lo que se ve: de poco sirven las prédicas si no van acompañadas de una vida plena. Además, y como nos movemos en una sociedad que cada vez más ignora los valores cristianos, una educación en la fe tendrá que sembrar unas convicciones profundas en los chicos, que les permitan más adelante vivir con naturalidad esa fe en ambientes hostiles. En otros países donde el cristianismo ha sido minoritario, me parece que esa tradición educativa está más arraigada entre los católicos. En el nuestro, creo que muchos padres siguen optando por la táctica de crear ambientes artificiales (burbuja) donde los chicos puedan vivir su fe sin sobresaltos. El problema es qué ocurrirá cuando los jóvenes tengan que estar -antes o después- en otros ambientes, en qué medida reaccionarán con personalidad y convencimiento, no sólo evitando que ese ambiente indiferente u hostil les atenace, sino incluso que les permita cambiarlo, influyendo positivamente en cualquier entorno, sintiéndose a la vez razonablemente feliz de dar testimonio de su fe, de ser coherente con unos principios que otros no compartirán, o incluso experimentando la amargura del rechazo social o la incomprensión de quienes se dicen amigos. En suma, ¿cómo educar para vivir felizmente en una sociedad que puede hacerle sentir a uno que es de otro planeta, por vivir valores que otros consideran caducos o absurdos?
Me reservo seguir reflexionado sobre esta cuestión en futuras entradas, pero me permito ahora sugerir un sencillo vídeo que trata esta cuestión y que da algunas ideas para tener esta cuestión en cuenta. Educar para un mundo diferente es tarea inevitable de cualquier padre o madre católico, que proponga a sus hijos un ideal que les guiará para toda la vida.
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