Entramos de lleno en la semana que la Iglesia dedica a la Vida, que suele coincidir con la fiesta de la Anunciación (este año no ha sido posible por las fechas de la Semana Santa). Reflexionar sobre la Vida, sobre toda forma de vida, no solo -aunque sea la más relevante- sobre la vida humana, es reflexionar sobre su significado: ¿Qué sentido tiene cada vida, en singular? ¿Es simplemente fruto de la casualidad, una opción felizmente resultante de otras millones de combinaciones aleatorias, o hay alguien que ha querido que nosotros, que los demás seres humanos, que las demás criaturas, existan, exactamente como son? Esta es la pregunta clave sobre el sentido de todo: ¿lo que observamos a nuestro alrededor es puramente contingente (está ahí pero podría no estarlo) o lleva consigo algún mensaje, tienen alguna implicación para nuestras vidas y para la explicación de todo? Hoy sabemos por el avance de las ciencias que todo está relacionado con todo, que cada partícula del universo afecta de alguna forma a las demás. Pero también sabemos que la probabilidad de que todo eso haya ocurrido al azar, sin ningún diseño previo, es ínfima. ¿Hemos tenido mucha, extraordinariamente mucha, suerte o hay Alguien que explica el orden que observamos?
Para un evolucionista radical, todo es fruto de una relación entre el azar y la interacción con el entorno. A veces se asume que ésta es la respuesta científica, pero no olvidemos que la ciencia sólo explica el cómo, no el por qué. La teoría de la evolución explica el cómo se han desenvuelto las distintas formas de vida, pero no explica -no pretende hacerlo- qué sentido tiene esa evolución, por qué se dirigió a lo que ahora conocemos y no a cualquier otra de las trillones de posibilidades. Para quien crea en un Dios providente, la evolución explica cómo se ha producido el desarrollo del universo, pero además asume que esa ruta tiene un destino, y cada uno de los elementos de esa cadena es querido directamente por Dios Creador. Como indicaba Benedicto XVI, con su habitual lucidez, para un creyente: "No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario" (Homilía pronunciada durante la celebración eucarística con la que dio inicio a su Pontificado, 2005).
Por tanto, si creemos hondamente que Dios es Creador de cada criatura, que cada una ha sido querida expresamente por El, ¿cómo no amar la Vida, con mayúscula, y cada una de las vidas singulares que encontramos?, ¿cómo no admirarse ante la belleza de todo lo creado?, ¿cómo no respetarla? Para un sincero creyente, sería blasfemo erigirse en destructor arbitrario de alguna de las vidas que Dios ha querido, sería contradecir su voluntad de quererlas como son.
Me parece una tarea de especial relevancia recuperar el sentido más profundo de la Teología de la Creación, tan admirablemente expresado en la tradición de la Iglesia, desde los escritos de alabanza a Dios de la Escritura, los textos de los primeros Padres o la acción conservadora de las órdenes religiosas medievales, hasta las apremiantes llamadas a amar toda vida de los últimos pontífices. La última encíclica del Papa Francisco es en el fondo un recordatorio de las implicaciones que considerar a Dios como Creador tiene en nuestras vidas: en primer lugar, agradecimiento por un regalo que no merecemos, en segundo admiración ante la belleza y el sentido de lo que nos rodea, en tercer lugar responsabilidad para conservarlo tal y como Dios lo quiso.
Para un evolucionista radical, todo es fruto de una relación entre el azar y la interacción con el entorno. A veces se asume que ésta es la respuesta científica, pero no olvidemos que la ciencia sólo explica el cómo, no el por qué. La teoría de la evolución explica el cómo se han desenvuelto las distintas formas de vida, pero no explica -no pretende hacerlo- qué sentido tiene esa evolución, por qué se dirigió a lo que ahora conocemos y no a cualquier otra de las trillones de posibilidades. Para quien crea en un Dios providente, la evolución explica cómo se ha producido el desarrollo del universo, pero además asume que esa ruta tiene un destino, y cada uno de los elementos de esa cadena es querido directamente por Dios Creador. Como indicaba Benedicto XVI, con su habitual lucidez, para un creyente: "No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario" (Homilía pronunciada durante la celebración eucarística con la que dio inicio a su Pontificado, 2005).
Por tanto, si creemos hondamente que Dios es Creador de cada criatura, que cada una ha sido querida expresamente por El, ¿cómo no amar la Vida, con mayúscula, y cada una de las vidas singulares que encontramos?, ¿cómo no admirarse ante la belleza de todo lo creado?, ¿cómo no respetarla? Para un sincero creyente, sería blasfemo erigirse en destructor arbitrario de alguna de las vidas que Dios ha querido, sería contradecir su voluntad de quererlas como son.
Me parece una tarea de especial relevancia recuperar el sentido más profundo de la Teología de la Creación, tan admirablemente expresado en la tradición de la Iglesia, desde los escritos de alabanza a Dios de la Escritura, los textos de los primeros Padres o la acción conservadora de las órdenes religiosas medievales, hasta las apremiantes llamadas a amar toda vida de los últimos pontífices. La última encíclica del Papa Francisco es en el fondo un recordatorio de las implicaciones que considerar a Dios como Creador tiene en nuestras vidas: en primer lugar, agradecimiento por un regalo que no merecemos, en segundo admiración ante la belleza y el sentido de lo que nos rodea, en tercer lugar responsabilidad para conservarlo tal y como Dios lo quiso.
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