Asistimos con asombro a una interminable cadena de reuniones en el seno de la Unión europea para discutir qué hacer con las personas que intentan refugiarse de bárbaras guerras que recorren Oriente Medio y el norte de Africa. Resulta vergonzante que los países más prósperos del mundo lleven cinco meses "repartiendose" una cantidad ridícula de los cientos de miles de desplazados por conflictos bélicos que no hemos sabido o querido parar, o quizá que hemos de alguna manera ocasionado. Países mucho más pobres que los nuestros, como Jordania o el Líbano, acogen con generosidad a los refugiados sirios, desbordando sus ya precarios servicios sociales. Mientras, en Europa seguimos con los cruces de acusaciones, las disputas nacionales y las prevenciones para no resolver un conflicto humanitario de proporciones descomunales. Campamentos improvisados, con mínimas condiciones de higiene y salubridad en países con economías de despilfarro. Mirar a otro sitio. Acusar al vecino. Incluso alentar el miedo a una "invasión". Cualquier cosa sirve para vestir con el derecho internacional lo que deja de ser un simple atentado a la justicia. ¿Qué pasa mientras con esos miles de hombres y mujeres y niños que bagan desesperadamente hacia un lugar que les haga olvidar los horrores de meses de un conflicto que nadie allí entiende? ¿Dónde están los miles de niños que han desaparecido? ¿Dónde los que han perdido a sus padres y fluyen como sonámbulos? ¿Dónde, en última instancia, esta Europa, la que ha dado al mundo el derecho y la ciencia, el estado moderno, la democracia?
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