En estos días preparo un par de conferencias relacionadas con la encíclica Laudato si, una dirigida a empresarios y otra a educadores. Desde que se publicó la encíclica, en el pasado mes de junio, me han tenido bastante entretenido hablando sobre ella en muy distintos foros, desde parroquias hasta universidades, pasando por foros de debate más o menos informales. Cada vez que preparo mis intervenciones soy el primero en aprender más de este texto, tan rico en posibilidades. Me parece que todavía nos queda mucho estudio del texto para hacerle la justicia que merece. En esto, como en otras cosas, la actualidad nubla la hondura, y la urgencia acaba marchitando la inteligencia. Al final se reduce un texto que merece horas de estudio a unos pocos titulares.
Uno de los aspectos en los que estoy profundizando estos días es en la responsabilidad personal a la que, de una forma u otra, conduce la encíclica. En los temas ambientales, y singularmente en los relacionados con el cambio climático, lo más sencillo es "echar balones fuera" como se dice popularmente; esto es, pensar que la cuestión es tan amplia, tan global, que no podemos hacer nada por solucionarla. Pero eso suele ser, en este y en otros muchos temas, un refugido socorrido de nuestra pereza. Quién piensa que no puede hacer nada, en el fondo no está dispuesto a hacer nada. Pero no es cierto. Ante cualquier problema, por más global o distante que parezca, siempre podemos hacer algo. Seguramente no podremos directamente, por ejemplo, parar la muerte de cristianos en Siria o en Iraq, pero al menos podemos rezar por ellos, hablar de ellos, o quizá dejar de consumir el petróleo que financia a sus asesinos.
En las cuestiones ambientales también podemos pensar que "alguien debería hacer algo", sin hacer nada nosotros mismos. Pero no hemos de olvidar el tremendo impacto que tienen nuestras decisiones personales: qué hacemos, cómo nos transportamos, qué consumimos, qué usamos o reusamos, cómo procesamos o reducimos nuestros desechos... Además, si estamos verdaderamente convencidos de esa "conversión ecológica" a la que nos insta la encíclica del Papa, no sólo cambiarán esos hábitos, sino que también exigiremos que los cambien quienes nos gobiernan, desde la comunidad de vecinos en la que vivimos, la empresa en la que trabajamos o el ayuntamiento en el que vivimos, hasta el gobierno de la nación. Es una cuestión de valores, y la encíclica del Papa nos invita a incluir entre nuestros valores morales la custodia de la Creación. Ese es el núcleo de un texto que merece una lectura meditada.
Uno de los aspectos en los que estoy profundizando estos días es en la responsabilidad personal a la que, de una forma u otra, conduce la encíclica. En los temas ambientales, y singularmente en los relacionados con el cambio climático, lo más sencillo es "echar balones fuera" como se dice popularmente; esto es, pensar que la cuestión es tan amplia, tan global, que no podemos hacer nada por solucionarla. Pero eso suele ser, en este y en otros muchos temas, un refugido socorrido de nuestra pereza. Quién piensa que no puede hacer nada, en el fondo no está dispuesto a hacer nada. Pero no es cierto. Ante cualquier problema, por más global o distante que parezca, siempre podemos hacer algo. Seguramente no podremos directamente, por ejemplo, parar la muerte de cristianos en Siria o en Iraq, pero al menos podemos rezar por ellos, hablar de ellos, o quizá dejar de consumir el petróleo que financia a sus asesinos.
En las cuestiones ambientales también podemos pensar que "alguien debería hacer algo", sin hacer nada nosotros mismos. Pero no hemos de olvidar el tremendo impacto que tienen nuestras decisiones personales: qué hacemos, cómo nos transportamos, qué consumimos, qué usamos o reusamos, cómo procesamos o reducimos nuestros desechos... Además, si estamos verdaderamente convencidos de esa "conversión ecológica" a la que nos insta la encíclica del Papa, no sólo cambiarán esos hábitos, sino que también exigiremos que los cambien quienes nos gobiernan, desde la comunidad de vecinos en la que vivimos, la empresa en la que trabajamos o el ayuntamiento en el que vivimos, hasta el gobierno de la nación. Es una cuestión de valores, y la encíclica del Papa nos invita a incluir entre nuestros valores morales la custodia de la Creación. Ese es el núcleo de un texto que merece una lectura meditada.
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