Estuve ayer con unos amigos visitando la exposición que el Museo del Prado dedica a Rogier van der Weyden, uno de los artistas más brillantes de la pintura europea. La exposición tenía pocas obras, pero algunas de las más relevantes. A veces se agradece que una exposición ayude a concentrarse en pocas pinturas, para que podamos dedicarles más atención y, sin duda, este artista flamenco merece mucha atención, al menos una pequeñísima parte de la que él dedicó a cada una de sus obras. Me entretuve especialmente en el descendimiento de la Cruz, que ya había tenido ocasión de disfrutar en otras visitas al Prado, en el tríptico sobre los siete sacramentos y en la crucifixión, recientemente restaurada. Cada detalle nos habla del mundo interior del artista, que nos indica algo mucho más profundo de lo que estamos mirando. No se trata de que pinte con maestría, de que cuide los detalles hasta la minuciosidad, característica del arte flamenco del s. XV, sino de que el artista nos está transmitiendo su mundo interior, quizás porque pone su alma en cada cuadro que elabora. Intuí que no es un artista que pinta de lo que le piden pintar, sino de lo que siente en su interior, de su trato personal con Dios. Acabo de comprobar algo que intuí al ver la exposición: van der Weyden estuvo en estrecho contacto con la devotio moderna, ese movimiento de renovación espiritual que se extendió por los Países Bajos entre los siglos XIV y XVI y que nos legó uno de los libros de espiritualidad más influyentes de la Teología espiritual: la imitación de Cristo. Así, puedo explicar esas lágrimas de Cristo en la Crucifixión, imperceptibles a la distancia en que podemos contemplarla, o en el rostro de Nicodemo en el descendimiento. Me parece que no es cuestión de que al artista le guste la minuciosidad, sino de que nos está contando su propia visión de la Pasión de Jesús. No solo es fruto de su maestría pictórica, sino más bien de su oración contemplativa: nos transmite lo que lleva dentro. Una obra así, contemplada con el detalle que merece, habla por sí sola, interroga, impele.
Eso ocurre de alguna manera en todo arte que valga realmente ese nombre: siempre una obra artística nos transmite mucho más de lo que estamos mirando. Por eso, al terminar de contemplar a van der Weyden y entrar a continuación en la exposición de Goya, me di cuenta de la intrascendencia en que ha caído buena parte del arte contemporáneo. Las obras allí expuestas de Goya se refieren a situaciones cotidianas: la caza, el sueño, las estaciones... me resultó informativa, pero no me sentí incitado a nada más que a admirar los colores, a recordar costumbres de siglos pasados. Obviamente otras obras de Goya nos hablan mucho más de sus conflictos interiores, de su forma de ver el mundo, pero las ahora expuestas muestran más un arte evanescente, que deleita pero no remueve.
Eso ocurre de alguna manera en todo arte que valga realmente ese nombre: siempre una obra artística nos transmite mucho más de lo que estamos mirando. Por eso, al terminar de contemplar a van der Weyden y entrar a continuación en la exposición de Goya, me di cuenta de la intrascendencia en que ha caído buena parte del arte contemporáneo. Las obras allí expuestas de Goya se refieren a situaciones cotidianas: la caza, el sueño, las estaciones... me resultó informativa, pero no me sentí incitado a nada más que a admirar los colores, a recordar costumbres de siglos pasados. Obviamente otras obras de Goya nos hablan mucho más de sus conflictos interiores, de su forma de ver el mundo, pero las ahora expuestas muestran más un arte evanescente, que deleita pero no remueve.
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