Estamos en Jerusalén, en el cenáculo donde Jesús acaba de
cenar por última vez con sus discípulos. Al ambiente de solemnidad propio de la
fiesta religiosa que celebraban se une el presagio de que algo grande ocurrirá
en las próximas horas. Jesús siente muy cercano el momento definitivo de su
Pasión y comparte con sus apóstoles
confidencias muy entrañables. Tras mostrarles gráficamente hasta dónde tienen
que llegar para ponerse a disposición de los hermanos (les había lavado los
pies, tarea que era propia de esclavos), les hablará del mandamiento del amor,
de la unidad (la vid y los sarmientos), del amor y la prudencia ante el mundo.
En ese contexto, les declara: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a
vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer” (San Juan, 15: 14-15). Jesús nos llama amigos, no siervos,
porque la relación con Dios que Él nos enseña se basa en el amor, y el amor
sólo pueden ejercerlo personas libres. Con una coacción suficientemente grande
pueden obligarnos casi a cualquier cosa, pero nunca podrán imponernos amar a
alguien.
Dios nos ha querido libres para tratarle con la confianza y
el amor que sólo pueden mostrar quienes lo hacen libremente. Podría
perfectamente haber diseñado una especie de robots humanos, que obedecieran
ciegamente sus preceptos, conduciéndose en todo momento como el Creador quisiera.
Pero, entonces, ya no sería el hombre hecho a “imagen y semejanza de Dios”,
como nos indica el Génesis, porque no sería libre, no serían sus acciones fruto
de una elección personal y consciente. La
mayor parte de las criaturas que Dios ha querido crear no tienen esa capacidad de elección y se dejan guiar, de modo más o menos mecánico, por sus instintos. No puede decirse propiamente que un acto de un animal sea bueno o malo, porque no tiene calificación moral lo que no se ha elegido libremente, pero de alguna manera la misma existencia de los animales y las plantas da gloria a Dios, y siguiendo las indicaciones de su naturaleza está cumpliendo su destino eterno.
mayor parte de las criaturas que Dios ha querido crear no tienen esa capacidad de elección y se dejan guiar, de modo más o menos mecánico, por sus instintos. No puede decirse propiamente que un acto de un animal sea bueno o malo, porque no tiene calificación moral lo que no se ha elegido libremente, pero de alguna manera la misma existencia de los animales y las plantas da gloria a Dios, y siguiendo las indicaciones de su naturaleza está cumpliendo su destino eterno.
Jesús pedía un acto de fe a quien le solicitaba alguna
curación: “¿Crees esto?” (San Juan 11: 26) le pregunta a Marta antes de
resucitar a su hermano Lázaro. “Creéis que puedo hacer esto” (San Mateo, 9: 28)
les pregunta a dos ciegos que querían ser curados. A nosotros también nos pide
que mostremos nuestra fe en decisiones concretas, que confiemos en Él y
aprovechemos los medios de gracia que nos concede. Nos recuerda la carta del
apóstol Santiago que “la fe sin obras es una fe muerta” (Santiago 2: 17), que
es preciso ejercer la libertad de hacer el bien para progresar en nuestra vida
cristiana. Eso no significa que nuestras obras generen la fe, como si la gracia
de Dios fuera producida por las obras. Más bien es al revés, si hacemos cosas
buenas es porque Dios nos da su gracia, pero el hombre no es un espectador
pasivo en este proceso. Puede corresponder a esa gracia o rechazarla, siguiendo
su libertad. El Señor es el motor de nuestro vehículo espiritual, pero nosotros
tenemos que llevar el volante, que cambiar las marchas, que pisar el acelerador
o el freno. El conductor no es quien impulsa el coche, pero lo dirige, mejor o
peor, y según esas decisiones el coche avanza por el camino adecuado o se
pierde.
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