domingo, 25 de agosto de 2013

Raíces del actuar moral

Estoy leyendo estos días un libro de un amigo que presenta los valores que a su juicio permiten alimentar una vida plena. Es un hombre con una gran preocupación ética, y así lo muestra en los valores que propugna: el amor por los demás, la comprensión, la honestidad, la frugalidad, el respeto por el medio ambiente.
Vivimos en un entorno cultural que se ancla en el relativismo ideológico, que, tal vez subrayando el respeto por las opiniones de todos, acaba por negar que unas estén más cercanas a la verdad que otras, negando también la existencia misma de la verdad, o al menos la capacidad de nuestra razón para alcanzarla. Esta postura resulta muy acorde con la sensibilidad contemporánea, pero en la práctica se aplica a pocos temas de nuestra realidad cotidiana. Poca gente discute que dé igual ganar más o menos dinero, que tal o cual fruta que vemos en el mercado esté pasada o no, que dé igual llegar a una u hora al trabajo, o que los niños tengan o no que hacer las tareas que les han encomendado en clase. Dejamos pues el relativismo para el terreno de la ética o moral, donde cada uno puede tener sus convicciones, por muy absurda fundamentación que tengan, siempre que no afecten a la vida de los demás. El consabido lema: "que cada uno haga con su vida lo que quiera", tiene una base moral muy razonable, pues cada uno es libre de tomar unas u otras decisiones, pero debería complementarse con la necesidad de fundamentar esas decisiones sobre principios que nos dignifiquen, personalmente y como individuos que forman parte de una sociedad. De ahí que sea muy importante tener claro cuáles son esos principios del "buen obrar", qué conductas son buenas y cuáles son desdeñables, aunque en última instancia nuestra debilidad las acabe haciendo. En esto pasa como en las comidas: hay alimentos que son más saludables que otros, aunque comamos algunos que sabemos nos pueden hacer mal con el sólido argumento de "un día es un día".
Al igual que en la comida hay argumentos para saber qué alimentos son buenos y malos para nosotros, también tenemos referencias morales para saber qué conductas son buenas y malas. Un criterio de decisión sería nuestra propia constitución biológica (qué acciones favorecen a nuestra fisiología y cuáles la deterioran: drogas, por ejemplo). Otro iría más allá y se refiere a nuestra condición antropológica: somos seres sociales, sexuados, nos desarrollamos en el seno de una familia, etc. Finalmente, podemos basar nuestros valores morales en unos principios filosóficos o religiosos: por ejemplo, podemos estar convencidos de que los animales tienen tanto derecho a la vida como nosotros y evitar el consumo de carne; o ser fieles de una determinada religión y seguir sus principios éticos. En la tradición judeo-cristiana, esto se concreta en los diez mandamientos, reglas básicas de la moral, que tienen un origen revelado (unos textos que aceptamos o no), pero pueden fácilmente fundamentarse sobre razones biológicas o sociales. Por ejemplo, la actitud de cariño y desvelo de una madre por su hijo procede de una decisión libre que toma con unas raíces culturales -entre las que pueden estar también las religiosas - aunque se base en un instinto que se comparte con otras especies animales.
Para el cristianismo, estos planos que no se contraponen, pues lo verdaderamente humano -ya sea originalmente biológico o social- se asume en la tradición revelada. Si somos creados por Dios, no tendría sentido que sus instrucciones morales contravinieran la constitución física o social con la que nos ha concebido. Por eso las reglas morales que procuramos vivir en el cristianismo facilitan una vida plena, ya que incluyen las dimensiones físicas, sociales y espirituales que conformen nuestra existencia. Nada más lejos de la moral cristiana que la arbitrariedad, pues ni la naturaleza es arbitraria ni los preceptos que Dios nos ha transmitido: ambos proceden de la misma fuente y conforman las "instrucciones de uso", para que alcancemos una felicidad temporal y eterna.

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