domingo, 8 de julio de 2012

Arrepentirse

Me contaron hace años una historia medieval que todavía me da que pensar. Un cierto señor feudal, orgulloso como pocos, decidió cambiar de vida y confesar sus pecados, que habían sido numerosos y considerables. Fue a un monje de una abadía cercana, pensando en afrontar una penitencia equiparable a la multitud de sus faltas. El buen fraile, tras escuchar la carga de basura moral que soltaba el caballero, procedió a absolverle con una simple condición: que llenara  de agua un vaso que allí mismo le entregó. Sorprendido por la benevolencia del monje, o tal vez contrariado porque se le pidiera algo tan nimio para reparar un vida tan azarosa, ató el vaso a su cuello y salió a un estanque cercano a cumplir lo mandado. Curiosamente encontró que estaba seco, asi que siguió andando hasta el próximo, encontrando la misma condición. Su paseo se prolongó hasta el fin de la comarca que controlaba, con la misma suerte de la primera vez. Siguió andando todavía varias jornadas y siempre encontraba la misma sorpresa: los lagos estaban secos y, por tanto, su vaso seguía vacío. Tras varios días de infructuosa búsqueda comenzó a pensar que  esa penitencia no era tan nimia, sino que realmente se adaptaba a la muchedumbre de sus pecados y sintió pena de las ofensas realizadas. Según avanzaba su marcha, crecía su remordimiento, y la carencia de agua para llenar el vaso de su perdón, aumentaba en el caballero el deseo de conseguirlo. Exhausto, tras muchas jornadas de camino, sintió un verdadero dolor por tantas faltas cometidas, por tantos momentos donde sólo había primado su orgullo, su placer, su egoísmo, pasando por encima de las personas que le rodeaban y de Dios mismo. Su arrepentimiento fue tan sincero que salieron de sus ojos lágrimas de honda contricción, sintiéndose tan miserable como para no merecer el perdón de Dios. Esas lágrimas corrieron por sus mejillas y llegaron hasta el vaso, que seguía atado a su cuello, hasta llenarlo completamente.
"Dios perdona siempre, el hombre algunas veces, la naturaleza nunca", es una frase comúnmente repetida. Me quedo con la primera parte. Dios está siempre dispuesto a perdonarnos. Tiene muy mala memoria: no se acuerda de nuestros desprecios, de nuestros olvidos, de tantas veces que le hemos puesto entre paréntesis, que le hemos echado de nuestra vida. El está siempre ahí, para perdonarnos. En la Iglesia ese perdón se concreta en un sacerdote que, en nombre de Jesucristo, nos transmite físicamente el perdón, que nos escucha con la misma paciencia de Dios, con su misma misericordia. ¡Qué gran tesoro la confesión sacramental! No importa lo que haya occurido: basta que reconozcamos sinceramente el error y pidamos el auxilio del "unico que puede perdonar los pecados". Un santo de nuestros días le llamó, con gran certeza, el sacramento de la alegría, pues ninguna satisfacción más honda que sentir íntimamente que somos siempre amados, incluso en nuestros defectos, si tenemos un sincero deseo de abandonarlos. Los seres humanos tendemos a recordar las ofensas: Dios sólo se dedica a perdonarlas. De nosotros depende.

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