Estuve ayer revisando el debate al que me invitó Juan Manuel de Prada en su programa “Lágrimas en la lluvia” sobre ecología y cambio climático (si alguien quiere verlo, lo tienen colgado en http://www.youtube.com/watch?v=cu0iWi7IBz8). Siempre se aprende de los propios errores y, aunque en general quedé satisfecho de la actuación, siempre hay aspectos a uno le parece podrían haberse dicho con más claridad o mencionar otros que no se tocaron.
En cualquier caso, las intervenciones de algunos de los invitados me sirvieron para confirmar las reticencias que algunos cristianos tienen ante planteamientos conservacionistas, que se consideran sospechosos de alentar una agenda que no pueden compartir, como la difusión del aborto o, al menos de la planificación de la natalidad, del neopaganismo o de otros postulados más o menos asociados a la izquierda radical.
Ciertamente hay prominentes ecologistas que parten de planteamientos filosóficos y morales muy alejados del cristianismo, e incluso que achacan a nuestra fe el deterioro ambiental del planeta, al haber “convencido” al ser humano de ser más importante que cualquier otra criatura. También es cierto que el ecologismo militante ha sido asumido por partidos de izquierda que se “camaleonizan”, asumiendo todo lo que consideran políticamente correcto, aunque en la práctica poco o nada hagan para ponerlo en práctica.
Todo eso es cierto, pero me parecería penoso que los cristianos abandonáramos un terreno que está perfectamente imbricado con nuestra fe, y que sólo quedara en defensa de la naturaleza quien lo hace a espaldas de Dios y con frecuencia también del propio hombre. Sabemos que el mundo es bueno, porque el Creador “todo lo hizo bien”, luego la naturaleza que nos rodea no está en contra nuestra, ni nosotros de ella, sino que es parte de nuestro hogar. Además, nos dice el Génesis que Dios entrega la creación material al hombre, ejemplificada en el jardín del Edén, para “que lo labrara y cuidara”. No somos dueños absolutos, sino administradores de algo que no es nuestro, que tenemos el encargo de custodiar.
Por otro lado, casi todos los expertos admiten que la conservación ambiental pasa por cambiar el modelo de desarrollo actual, lo que implica renunciar el materialismo que lo envuelve, a considerar el progreso como mero fruto de la acumulación de bienes materiales. Un cristiano disfruta con los bienes creados, por supuesto, a todos nos gusta usar las cosas buenas que la invención humana pone a nuestra disposición, pero nuestra esperanza no puede estar en lo material. Una vida frugal, centrada en satisfacer unas razonables necesidades, es un valor plenamente cristiano (lo denominamos la virtud de la pobreza), y es un valor plenamente ecológico; de hecho, sabemos que el planeta permitía mantener un nivel de vida digno a toda la población actual, e incluso a la creciera en el futuro, si los que vivimos más holgadamente usáramos menos recursos de los que empleamos, tantas veces en cosas completamente superfluas. Ese cambio de mentalidad será muy ayudado por un fortalecimiento de los valores religiosos, pues cuando cultivamos el espíritu, ponemos menos ambición en los bienes materiales.
En suma, me parece que sí, que un cristiano puede ser ecologista, ya milite en movimientos de este tipo o simplemente tenga una conciencia de la Naturaleza maravillosa que Dios nos ha legado, y se comprometa de alguna manera a respetarla y, allí donde ha sido herida, repararla.
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