domingo, 28 de febrero de 2016

Lotería de refugiados

Asistimos con asombro a una interminable cadena de reuniones en el seno de la Unión europea para discutir qué hacer con las personas que intentan refugiarse de bárbaras guerras que recorren Oriente Medio y el norte de Africa. Resulta vergonzante que los países más prósperos del mundo lleven cinco meses "repartiendose" una cantidad ridícula de los cientos de miles de desplazados por conflictos bélicos que no hemos sabido o querido parar, o quizá que hemos de alguna manera ocasionado. Países mucho más pobres que los nuestros, como Jordania o el Líbano, acogen con generosidad a los refugiados sirios, desbordando sus ya precarios servicios sociales. Mientras, en Europa seguimos con los cruces de acusaciones, las disputas nacionales y las prevenciones para no resolver un conflicto humanitario de proporciones descomunales. Campamentos improvisados, con mínimas condiciones de higiene y salubridad en países con economías de despilfarro. Mirar a otro sitio. Acusar al vecino. Incluso alentar el miedo a una "invasión". Cualquier cosa sirve para vestir con el derecho internacional lo que deja de ser un simple atentado a la justicia. ¿Qué pasa mientras con esos miles de hombres y mujeres y niños que bagan desesperadamente hacia un lugar que les haga olvidar los horrores de meses de un conflicto que nadie allí entiende? ¿Dónde están los miles de niños que han desaparecido? ¿Dónde los que han perdido a sus padres y fluyen como sonámbulos? ¿Dónde, en última instancia, esta Europa, la que ha dado al mundo el derecho y la ciencia, el estado moderno, la democracia?

domingo, 21 de febrero de 2016

Cristianofobia

Parece que estos días se pone de actualidad la cuestión del respeto a la libertad religiosa, con motivo del juicio de la actual portavoz del ayuntamiento de Madrid por la invasión de una capilla católica de la universidad complutense hace ahora cuatro años. Es curioso la poca objetividad que se evidencia en los medios de comunicación, que subrayan aspectos parciales del problema, cada uno los suyos, con escaso interés por informar de la realidad. Ahora resulta que un ataque directo a la libertad de conciencia de las personas -que de eso estamos hablando- es un ejercicio de la libertad de expresión, o incluso, para algunos, un acto heroíco en defensa de la laicidad del Estado. La legislación española ampara la libertad religiosa, el derecho de todas las personas -¡incluso de los católicos!- a profesar la fe religiosa que estimen oportuno, sin ser por ello discriminados ni molestados en modo alguno. Si un bárbaro ataca a un judío ortodoxo, porque va vestido con traje negro y tirabuzones en el pelo, cualquier persona de un estado moderno y avanzado declarará aquello como un asalto a un derecho básico del creyente judío. Lo mismo cabe decir de quienes practican otras religiones menos extendidas en nuestro país, como los Hare Krishna o las mujeres musulmanas, a las que también se reconoce fácilmente.
Que cada uno piense lo que quiera es un postulado que parece haber inventado la izquierda, que siempre se muestra como adalid de la libertad individual: ¿siempre? No, no siempre, el postulado no aplica cuando estamos hablando del cristianismo, en donde los ataques solapados o directos a las opiniones de los demás se vestirán de cualquier otra etiqueta moralmente elevada para justificar lo injustificable. Ya me he referido en este mismo blog al vandalismo que vivimos con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, donde energúmenos insultaron a jóvenes de diveros países del mundo que venían a Madrid, simple y llanamente, a vivir alegremente su fe.
Cuando pensamos en la persecución de los cristianos, es preciso referirse a los países totalitarios que obvian el derecho básico a la libertad religiosa, discriminando, encarcelando, torturando o matando a las personas que no siguen la ideología dominante: Corea del Norte, China, Pakistán, Arabia Saudí, Irak, Siria y un largo etcétera en donde actualmente las minorías religiosas sufren sólo porque su conciencia les lleva a seguir otra fe distina a la que los tiranos de turno quieren imponer. Entre esas minorías, sin duda los más perseguidos en el mundo son los cristianos, nuestros hermanos en la fe. No podemos callar ante esas tropelías, ahora tristemente de actualidad con los crímenes del autoproclamado estado islámico.
Pero también conviene levantar nuestra voz ante los mismos planteamientos de totalitarismo religioso en los países de tradición cristiana como el nuestro. Bajo la excusa de una falsa laicidad (confunden la neutralidad religiosa del Estado con la obsesión laicista), se profanan símbolos religiosos con la pobre excusa de un arte innovador, se marginan tradiciones porque tienen sentido religioso (a veces, ¡hasta amparándose en la defensa de otros credos!) o se intenta expulsar a los católicos de la vida pública bajo la sospecha de que imponen sus ideas (¡es paradójico!). Para una visión más amplia de esta cuestión, recomiendo la lectura del reciente libro de Luis Antequera, que trata extensamente de la persecución de los cristianos, incluido el hostigamiento y acoso al que a veces somos sometidos en las sociedades cristianas. Los cristianos no podemos silenciar el sufrimiento de nuestros hermanos en los países donde pagan con su vida o su emigración su fe en Jesucristo, pero tampoco deberiamos callar en nuestro país ante flagrantes incumplimientos del respeto que toda conciencia merece.

domingo, 14 de febrero de 2016

Reinventar la Historia

He estado esta semana en Barcelona, donde me habían invitado a impartir una conferencia sobre la encíclica Laudato si a unos empresarios de la ciudad, antiguos alumnos del IESE. Como acabó tarde en la noche, me quedé allí a dormir y aproveché para visitar la Sagrada Familia, que no había visto desde su inaguración. Supongo que sobran las palabras para exaltar las maravillas de ese templo, quizá el más emblemático del arte religioso contemporáneo. Es difícil combinar en una sola obra la excelsitud artística y la hondura religiosa: hay artistas creyentes que han ofrecido un mensaje espiritual de gran envergadura; hay agnósticos que han hecho obras de arte muy bellas, quizás alguna de índole religioso, pero unir y superar ambas dimensiones parece reservado solo a artistas geniales con una fe muy profunda. Gaudí es un personaje excepcional, no voy yo a descubrirlo, y su mensaje sigue tan vivo y actual como en el momento en que propuso sus grandes obras, singularmente este templo al que dedicó lo mejor de su creatividad y su espiritualidad.
Tras visitar con detalle el templo, abarrotado de turistas de todas las lenguas y colores, me entretuve en el museo, donde se narran las distintas fases de la construcción, los promotores de la obra, su sentido último (en honor a San José, inicialmente, luego a la familia de Jesús, y en última instancia a toda la Iglesia), y sus avatares históricos. Es bien sabido que la terminación de la Sagrada Familia ha chocado con muchas dificultades; una de las más destacadas es la falta de información sobre algunas de las soluciones arquitectónicas propuestas por Gaudí, ya que su estudio fue atacado e incendiado al inicio de la Guerra Civil española, especialmente virulenta en Barcelona, donde se combinaron la guerra entre bandos y los conflictos internos en el bando republicano. En el museo se indica que fueron "turbas incontroladas" quienes provocaron la destrucción. No voy a entrar ahora en el detalle histórico de lo que allí ocurrió, pero me hizo pensar en quién pone en marcha un proceso que acaba en que un grupo de seres humanos considera un progreso destruir un monumento religioso, en última instancia la expresión de la cultura de un pueblo, del mismo pueblo al que pertenecen esas "turbas incontroladas". No es necesario indicar que ese tipo de acciones "incontroladas" fue tristemente célebres en el inicio y en el fin de la II República española. Tampoco es necesario recordar el ingente daño que produjo a nuestro patrimonio artístico, sumado al que ya se había producido en la mal llamada desamortización (ahora diríamos "expropiación indebida") de los bienes eclesiásticos en el s. XIX. Pero sí es preciso recordar lo ocurrido, para evitar que vuelva a ocurrir. Nunca puede considerarse progreso la destrucción: Nunca. Destruir obras de arte religiosas no es desgraciadamente patrimonio de un determinado sector de la izquierda española, también lo vemos ahora nítidamente en las acciones del Daesh. Ellos saben bien que destruir los restos artísticos es destruir la cultura de un pueblo, aniquilarlo también en sus raíces.
Al terminar mi visita al museo, vi un documental que narraba en imágenes la construcción del templo y simulaba las fases que quedan por constuir. También hacía referencia el vídeo a la destrucción del estudio de Gaudí, pero en este caso se decía literalmente: "La iglesia se quemó durante la Guerra Civil española". El matiz me resultó chocante, y me parece que tergiversa la verdad de los hecho. No, la iglesia no se quemó, como podría haberse quemado cualquier edificio por accidente o infortunio. La iglesia fue quemada intencionalmente, como manifestación del odio a la religión católica que movía a esas "turbas incontroladas", el odio que alguien atizó en años previos, el mismo odio que sigue presente en algunos estratos de la sociedad española. Hace unos días pusieron en mi parroquia una pintada con el conocido lema: "La iglesia que mejor ilumina es la que arde". Es terrible la pérdida de la memoria histórica, porque estamos siempre aprendiendo de nuevo, porque no nos aprovecharán los errores del pasado. Ignorar la historia es tremendo, pero peor todavía es interpretarla a conveniencia propia, o peor aún inventarla.

domingo, 7 de febrero de 2016

Cambiar el clima depende de ti

En estos días preparo un par de conferencias relacionadas con la encíclica Laudato si, una dirigida a empresarios y otra a educadores. Desde que se publicó la encíclica, en el pasado mes de junio, me han tenido bastante entretenido hablando sobre ella en muy distintos foros, desde parroquias hasta universidades, pasando por foros de debate más o menos informales. Cada vez que preparo mis intervenciones soy el primero en aprender más de este texto, tan rico en posibilidades. Me parece que todavía nos queda mucho estudio del texto para hacerle la justicia que merece. En esto, como en otras cosas, la actualidad nubla la hondura, y la urgencia acaba marchitando la inteligencia. Al final se reduce un texto que merece horas de estudio a unos pocos titulares.
Uno de los aspectos en los que estoy profundizando estos días es en la responsabilidad personal a la que, de una forma u otra, conduce la encíclica. En los temas ambientales, y singularmente en los relacionados con el cambio climático, lo más sencillo es "echar balones fuera" como se dice popularmente; esto es, pensar que la cuestión es tan amplia, tan global, que no podemos hacer nada por solucionarla. Pero eso suele ser, en este y en otros muchos temas, un refugido socorrido de nuestra pereza. Quién piensa que no puede hacer nada, en el fondo no está dispuesto a hacer nada. Pero no es cierto. Ante cualquier problema, por más global o distante que parezca, siempre podemos hacer algo. Seguramente no podremos directamente, por ejemplo, parar la muerte de cristianos en Siria o en Iraq, pero al menos podemos rezar por ellos, hablar de ellos, o quizá dejar de consumir el petróleo que financia a sus asesinos.
En las cuestiones ambientales también podemos pensar que "alguien debería hacer algo", sin hacer nada nosotros mismos. Pero no hemos de olvidar el tremendo impacto que tienen nuestras decisiones personales: qué hacemos, cómo nos transportamos, qué consumimos, qué usamos o reusamos, cómo procesamos o reducimos nuestros desechos... Además, si estamos verdaderamente convencidos de esa "conversión ecológica" a la que nos insta la encíclica del Papa, no sólo cambiarán esos hábitos, sino que también exigiremos que los cambien quienes nos gobiernan, desde la comunidad de vecinos en la que vivimos, la empresa en la que trabajamos o el ayuntamiento en el que vivimos, hasta el gobierno de la nación. Es una cuestión de valores, y la encíclica del Papa nos invita a incluir entre nuestros valores morales la custodia de la Creación. Ese es el núcleo de un texto que merece una lectura meditada.