Celebramos los cristianos una vez la Pascua de Resurrección, la fiesta más importante del calendario litúrgico. Tras la consideración de la Pasión y Muerte de Jesús, cuando dio verdadero cumplimiento a su promesa de dar la vida por sus amigos, nos alegramos ahora en su "vuelta a la vida", que es primicia de nuestra propia resurrección al final de los tiempos. La alegría cristiana tiene sus raíces en la consideración de que Dios da un sentido último a todo, de que no es el final el dolor, el aparente sin sentido, que el sufrimiento del inocente también tiene un significado último. Dios a veces hace cosas que consideramos inverosímiles, quizá poco lógicas, pero El ciertamente ve las cosas de otra manera. Lo que parecía un fracaso, se convierte en un triunfo. De la Cruz salió una victoria; un símbolo de nuestra Fe. La Cruz no era ciertamente el final, sino el principio, y así lo deberíamos ver siempre quienes queramos llevarla en nuestra vida. Jesús necesitó la Cruz para conseguir la Resurrección, el Dolor para conquistar la Alegría. Ahora nos ofrece su alegría para que la tengamos presente en cualquiera de nuestros dolores, para que afrontemos las contrariedades sabiendo que ya han sido redimidas.
Este es el fruto de la Pascua, una alegría de fondo que está por encima de cualquer altibajo, porque se asienta en El y no en nosotros, porque no depende de lo que obtengamos fuera, sino de lo que llevamos dentro.
Y con la alegría interior, la exterior, la que se ofrece a los demás, para llenarles también de esperanza, para mostrarles con nuestra sonrisa amable el rostro de Jesús:"La alegría es el signo infalible de la presencia de Dios", afirmó Leon Bloy. Y esa misma alegría es el principal argumento para convencer a otros, como nos exhortó hace unos meses el Papa Francisco: "una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie" (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013, n. 266).
Este es el fruto de la Pascua, una alegría de fondo que está por encima de cualquer altibajo, porque se asienta en El y no en nosotros, porque no depende de lo que obtengamos fuera, sino de lo que llevamos dentro.
Y con la alegría interior, la exterior, la que se ofrece a los demás, para llenarles también de esperanza, para mostrarles con nuestra sonrisa amable el rostro de Jesús:"La alegría es el signo infalible de la presencia de Dios", afirmó Leon Bloy. Y esa misma alegría es el principal argumento para convencer a otros, como nos exhortó hace unos meses el Papa Francisco: "una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie" (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013, n. 266).
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