Estoy ahora en Santiago de Chile, una ciudad y un país que
me resultan especialmente cercanos y entrañables. El tiempo acompaña el plácido
paseo por la urbe, en una primavera especialmente luminosa. Santiago tiene el
dinamismo que caracteriza este país, que ha pasado de lugar apartado a urbe
cosmopolita, donde aterriza todo lo nuevo.

Parece no importar si el candidato es eficiente, si es
honesto, si es inteligente, si procura el bien de los demás. Lo más destacado
es que sea feliz, que lo parezca al menos. La política es demasiado ambicionada
para no ser sospechosa. Los líderes tienen demasiado interés en serlo para que
se lo reconozcamos. Un líder lo es naturalmente, porque es como es. Elegir al
mejor solo es posible cuando se conoce a las personas, en entornos pequeños. En
elecciones anónimas, parece que la imagen (la sonrisa) para más que las
virtudes de los candidatos. La democracia es el mejor sistema político que
conocemos, pero tiene vicios, no podemos aceptarlo sin críticas. Están jugando
con nuestro dinero, con nuestros problemas, con nuestras esperanzas.
Viendo una campaña electoral me vienen a la cabeza las sabias palabras de Benedicto XVI en la encíclia Caritas in veritate: "El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral" (n. 71).
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