Estamos en tiempos convulsos, pero me parece que no podemos dejarnos llevar por el pesimismo. La situación económica es mala, pero no vamos a salir de ella si la afrontamos como perdedores. De las crisis también salen ideas nuevas que pueden cambiar hábitos arraigados, que se consideran aceptables en tiempos de bonanza.
Llevo veinticinco años trabajando en la universidad. Me siento muy feliz de poder dedicarme a lo que me gusta, y siento que -con mis defectos- estoy ayudando a la educación de muchos estudiantes, que algún día dependerán, en mayor o menor medida, de lo que hayan aprendido en mis clases y en mi labor de tutoría. Eso es lo básico para mí; no puedo consentir que me hundan ese ideal los continuos cambios en los que el gobernante de turno, ya sea nacional, autonómico o universitario, parece empeñado en arrojarnos. Ha habido en los últimos años cambios en los planes de estudio que sólo puedo considerar como descabellados, pues han implicado un descenso considerable en los contenidos, sin mejora apreciable en el modo de impartirlos. Ahora hay cambios relacionados con el equilibrio presupuestario, que pretenden hacer rentable una institución que, por su mismo carácter social, es muy difícil que lo sea.
En la línea optimista que antes citaba, voy a quedarme con lo positivo de algunos cambios recientes. En el decreto de medidas urgentes en el ámbito educativo. En lo que afecta a las universidades, ahí se incluyen dos aspectos que me parecen interesantes. Por un lado, por vez primera se distingue en la universidad entre quienes tienen sexenios de investigación actualizados y los que no. Los primeros darán la mitad de horas de clase que los segundos. Se reconoce, insisto por vez primera, que la investigación no es algo complementario (si investigas te damos un complemento, si no, tranquilo), sino que es parte esencial de la dedicación horaria de un profesor universitario. Quien no quiera investigar, no debería estar en la universidad, así de sencillo. Como entiendo que eso es muy traumático, una manera de evidenciar que no investigar tiene un precio es tener mas obligaciones docentes que otros compañeros que sí dedican su tiempo a la innovación. No es una solución idónea, pero tiene un efecto educativo que me parece puede ser interesante a largo plazo.
El segundo aspecto es la subida de las tasas universitarias. No puedo estar de acuerdo con que se limite la educación a los que tienen pocos recursos, porque yo mismo no hubiera sido universitario, pero tampoco estoy de acuerdo en que estemos financiado con impuestos de todos la indolencia de muchos chicos que no valoran realmente lo que están recibiendo. Rara vez en los cursos que imparto en primeros años de grado vienen a clase más del 50% de mis alumnos. Alguien puede decir que será porque mis clases no son buenas; el asunto es que esto ocurre desde el primer día, asi que si siquiera tienen ocasión de comprobarlo. Quien opte por convertir la universidad en una ampliación del mariposeo juvenil, quien no esté dispuesto a aprovechar los recursos que todos ponemos para formar profesionales capaces de generar una sociedad mejor, no me parece mal que pague el coste real de su estancia. Seguramente, eso permitiría financiar mejor las bibliotecas, los laboratorios, el intercambio internacional y, naturalmente, las becas de quienes deciden tener otra actitud ante los estudios superiores.
Hay muchas otras reformas que hacer si queremos convertir alguna de nuestras universidades entre las mejores del mundo. En años de bonanza no lo hemos conseguido. En años de carestía será mucho más difícil, pero tal vez abramos alguna vía para corregir las distorsiones que son parte de la situación en que nos encontramos. No podemos permitirnos el lujo de tener una universidad mediocre si queremos salir de la crisis económica, pues la universidad debe liderar la innovación, debe apoyar en las empresas en el desarrollo tecnológico y debe formar profesionales competentes, sobre los tenemos que construir una sociedad más avanzada.
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