domingo, 27 de mayo de 2012

Asombrarse de lo ordinario

El acceso a los medios de información resulta cada vez más sencillo y diverso. Hasta tal punto ese fácil acceso modifica la forma en la que nos relacionamos con el mundo exterior, que podemos hablar propiamente de un nuevo modo de conocer la realidad que nos circunda, que nos lleva a tomar decisiones basadas en datos que rara vez hemos recopilado nosotros. Estos cambios, anejos a la revolución de las comunicaciones y de la electrónica de consumo, suponen cambios tan drásticos que muchos expertos definen nuestra sociedad contemporánea con un calificativo propio: sociedad de la información. Nos llegan eventos de los rincones más variados y apartados del mundo; conocemos noticias de accidentes, atentados, desastres naturales o simples curiosidades de cualquier lugar del planeta. A la televisión, radio y periódico, se han añadido todas las televisiones, radios y periódicos que son capaces de emitir su señal a través de internet (literalmente miles), más las nuevas formas de comunicación directa: redes sociales, blogs, mensajes cortos, etc. Es tal el flujo de información que recibimos que apenas tenemos tiempo para digerirlo, y nos cuesta distinguir lo que es realmente trascendente, de una simple curiosidad.
No cabe duda que esa explosión de datos externos nos ayuda en muchas facetas de nuestra vida, pero también es indudable que tiene algunos aspectos negativos. Uno de ellos, en el que quería fijarme hoy es la tendencia, a mi modo de ver creciente, a estar atento únicamente a cuestiones más o menos extraordinarias, a cosas que les pasan a los demás, pasando por encima de los mil detalles cotidianos de los que somos protagonistas. Leí hace algún tiempo que el principio de la sabiduría es el asombro. Cuando algo nos llama la atención, cuando lo consideramos relevante, intentamos averiguar más, entenderlo mejor, conocerlo con más detalle. Sorprenderse es el primer paso; luego pasamos de una mirada indiferente a una observación atenta.
Tengo un acuario en casa; los peces son animales tranquilos, no hacen mucho ruido (sólo el motor depurador) pero saben contar historias interesantes. Basta observarlos durante un rato, ver sus reacciones. Unos les gusta nadar en compañía, son bastante sociables; otros prefieren los rincones, son bastante tímidos; otros miran con cierta fijación al sector donde cae la comida, son bastante glotones. En fin, no es preciso recibir mensajes de varias cuentas de correo electrónico, leer twitters de 20 personajes, seguir cinco periódicos económicos, tres deportivos y siete de información general para disfrutar de las mil sorpresas que nos facilita la vida, la nuestra, de la que seguramente nunca se hará una película pero en la que somos los actores principales. Bienvenidas las herramientas que nos dan acceso al mundo distante, siempre que no nos conviertan en espectadores de las vidas ajenas y nos olvidemos de vivir la nuestra. La información externa es estupenda y, para algunos, quizá muy necesaria, pero no deberíamos despreciar las miles de cosas extraordinarias que ocurren en nuestra vida cotidiana. Mirar con nuestra vista en lugar de con un vídeo; oir con nuestros oídos en lugar de con unos cascos; encontrar en nuestro entorno lo que buscamos en un mundo distante: en suma, recuperarel asombro por lo ordinario.

domingo, 20 de mayo de 2012

In dubio, libertas

Con ocasión de la polémica sobre las declaraciones del obispo de Alcalá de Henares durante su homilia del Viernes Santo, que han dado lugar a un barullo mediático completamente desproporcionado, me permito recordar del viejo aforismo latino, bien conocido por los estudiantes de derecho "in dubio, pro reo" , que sienta un principio básico de la lógica penal: es necesario probar una conducta equivocada. En otras palabras, sobre el acusado siempre cae el beneficio de la duda, siempre es inocente hasta que no se demuestre fehacientemente su culpabilidad.
En el caso de D. Juan Antonio Reig parece que el viejo aforismo no se aplica, supongo que por aquello de que para criticar a la Iglesia pueden saltarse cualquier principio de la razón o la lógica. Si alguien acusa al obispo de Alcalá de perseguidor de los homosexuales, tendrá que demostrarlo fehacientemente; de lo contrario tendremos que asumir la inocencia de quien habló en virtud de algo tan sagrado como la libertad de conciencia. Que una persona manifieste sus convicciones, que honestamente piensa que son principios válidos para el conjunto de la sociedad, es algo que debería ser bien recibido, estemos o no de acuerdo con tales convicciones. Uno puede honestamente pensar que las centrales nucleares son la solución mágica al problema de la energía, y no por eso va metiendo en la cárcel a los ecologistas que se manifiestan contra ellas. Uno puede honestamente pensar que la guerra de Afganistán no tiene ningún sentido, y no por eso insulta y escarnece a quién la defiende. Uno puede honestamente pensar que la homosexualidad es una alternativa moral equivocada y eso no le hace merecedor del ostracismo o la vejación pública. Vivimos en un país libre, y cada uno puede opinar lo que le parezca razonable, que será tanto más razonable cuanta más razones dé a favor de su postura. El obispo de Alcalá tiene el mismo derecho que cualquier ciudadano a expresar sus opiniones morales. Es más, para un católico no sólo tiene derecho sino también obligación, ya que los líderes religiosos tienen como principal misión fomentar unos valores espirituales y morales. Cada uno es libre de conceder o no al obispo ese papel, como cada uno es libre de ser católico, profesar otra religión o ninguna.
Es humano disentir y gran riqueza para una sociedad poder escuchar opiniones variadas. La base del diálogo es la escucha de quienes piensan de otro modo.  Los líderes de la Iglesia católica también tienen derecho a manifestar lo que consideran un bien para la sociedad, igual que cualquier otro ciudadano de este país. Censurar a alguien, condenarle al relegamiento público por unas opiniones distintas, es propio de otra época, que pensaba habíamos superado. Me parece que todavía tenemos mucho que aprender en este país del respeto que merecen quienes mantienen otras posturas, particularmente cuando lo hacen con argumentos y no con gritos o insultos. En cualquier caso, en la duda, siempre por la libertad.


domingo, 13 de mayo de 2012

¿Para qué vamos a los templos?

Curiosos, turistas, devotos, despistados, ocasionales, entusiastas... el rango de personas que visitan una iglesia es muy variado; también sus fines. ¿Para qué van las personas a un templo? Algunos a admirar una obra de arte; otros a hacer esa foto "única" que seguramente han hecho ya miles de turistas previos, otros van a acompañar a un amigo o familiar en algún evento social con componente religioso, desde una boda hasta un bautizo, una primera comunión o un entierro; otros, finalmente, van por motivación especificamente religiosa. Las actitudes de cada uno se muestran en los comportamientos: unos observan admirados una pintura relevante, tal vez sin conocer cuál es su sentido último, otros celebran la liturgia con convicción, quizá otros esperan ansiosos que la ceremonia acabe.
Si ampliamos un poco el comentario e incluimos también templos de otras religiones, y nos centramos en las motivaciones religiosas, también hay diversidad de actitudes. Los fieles visitan un templo de su religión en estrecha relación con lo que en última instancia creen. Un budista o un hinduista consideran las imágenes como símbolo de la divinidad, y principalmente acuden al templo a pedir o a depositar ofrendas; un musulmán cree que toda imagen de Dios es sacrílega, por lo que un templo es un lugar de encuentro, que permite escuchar a algún maestro o a unirse a otros en oración comunitaria; para la mayor parte de los protestantes, los templos son también lugares de acogida, destinados principalmente a celebrar la liturgia en comunidad. Para los católicos, un templo es primariamente un lugar de adoración. Si estamos convencidos que Jesucristo quiso quedarse realmente presente en la Eucaristía, con la misma corporalidad de su vida terrena, entonces cada iglesia es sobre todo el edificio que alberga un Sagrario, donde habita físicamente el mismo Jesucristo. En una iglesia católica puede pedirse, orarse en comunidad, reunirse para celebrar la liturgia, escuchar unas enseñanzas..., en suma, puede hacerse lo mismo que en cualquier otro templo de cualquier otra religión, pero también se puede hacer mucho más que eso. Una iglesia católica es un lugar sagrado, es un edificio destinado por excelencia a la adoración porque cada iglesia alberga un Sagrario, donde el mismo Jesús está presente, con su cuerpo, alma y divinidad. ¿Qué mejor lugar para hacer oración personal? ¿Qué lugar más sagrado para celebrar la liturgia? ¿Qué entorno más adecuado para encontrarse con el Misterio?
¡Cuántos van a una iglesia y apenas captan esa diferencia! ¡cuántos los que no distinguen un Sagrario de un objeto decorativo! Mucho tenemos que hablar y escribir para explicar a nuestros hermanos en la fe cuál es el verdadero tesoro de la Iglesia, cuál la riqueza inmensa del Espíritu que ha querido compartir con nosotros la corporalidad, para que podamos tratarle con cercanía, para que podamos mirarle, hablarle, escucharle, tratarle con la intimidad de quien sabemos presente.

domingo, 6 de mayo de 2012

Una clave de la crisis

He estado hace unos días en Viena, una capital que todavía recuerda su pasado imperial, con edificios y avenidas majestuosas, y una oferta cultural envidiable. No voy a comentar hoy la variedad de esa oferta, pues tan solo tuve oportunidad de visitar uno de sus múltiples museos (es lo que tiene no ir de turista). Quería hoy resaltar algunas de las cosas que nos diferencian de los austriacos y, si se permite, de la mayor parte de los habitantes del norte de Europa. Ciertamente tenemos muchas cosas estupendas, tanto en nuestra organización social como en nuestro carácter, pero no es precisamente una de esas virtudes la honestidad pública. En Viena no hay control de acceso a los transportes públicos. Se supone que cada uno es responsable de pagar para sostener un servicio que sirve a todos. En Viena no hay candados para proteger los periódicos que se venden en la vía pública: quien quiere leer un periódico, deposita una moneda en una pequeña caja cercana al montón disponible y coge uno. Nada impide "colarse" en los transportes públicos; nada coger todos los periódicos y ni siquiera pagar uno; nada. Sólo la dignidad personal de cada uno, sólo el respeto a los bienes públicos, que son de todos, que todos pagamos, explica que no sean necesarios controles o vigilancias para cumplir funciones elementales. Son dos pequeños detalles, pero me parecen muy significativos.
Si comparamos esta actitud con la prevaleciente en nuestro país, y por extensión en otras sociedades mediterráneas, me parece que nos acercamos a un factor clave en el detonante de esta crisis, que a mi modo de ver no sólo es económica. En nuestro entorno se consideraría casi estúpido quien pueda beneficiarse de algo público y no lo haga: quien se cuela en el metro es un lince, quien se inserta en el último momento en una larga fila de automóviles burlando a los demás es un conductor hábil, quien se queda con libros de la biblioteca es un lector apasionado, quien descarga libros o películas pirata es un consumado informático, quien copia en los exámenes es un prodigio de ingenio y quien defrauda a Hacienda un héroe de la libertad. Hay gente que hasta se vanagloria de haber robado material público: me averguenza reconocer que en mi universidad hayan tenido que poner sistemas de protección para evitar que se lleven... !el papel higiénico! Desgraciadamente, esa actitud está muy generalizada, incluso entre personas con inquietudes morales o éticas, y explica, entre otras cosas, el enorme peso que la llamada economía sumergida tiene en nuestro país.

En medio de la dureza de la crisis, me esperanza pensar que pueda servir para cambiar alguna de esas actitudes. Tal vez la escasez de recursos sirva para ser más conscientes de que los bienes públicos los pagamos entre todos y que si alguno abusa de ellos, nos está robando a cada uno; así de sencillo. No evitaremos que algunos "ingeniosos" se aprovechen de los bienes comunes, pero al menos les convertiremos de héroes en villanos y no encontrarán motivo de gloria estafarnos a todos. La honestidad no sólo se debe a los políticos; también a todos y cada uno de los ciudadanos. Si somos conscientes de eso, primero seremos mejores ciudadanos nosotros, y luego exigiremos con más vehemencia a quien gestiona esos bienes públicos un cuidado esquisito de lo que es nuestro y, además ahora, muy limitado.