domingo, 26 de febrero de 2012

El apostolado de sonreir

El término "apostolado" designa tradicionalmente en el cristianismo el afán por comunicar el mensaje de Jesús a las personas que nos rodean. La etimología del término indica "el que es enviado", pues ciertamente Jesús eligió a los apóstoles para enviarles a propagar la "buena noticia" a todas las gentes: "Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15: 16). Esto no se lo dice únicamente a los apóstoles propiamente dichos, sino a todos los cristianos, de todos los tiempos y profesiones, como nos recordó el último Concilio. No hace falta tener un "ministerio" especial en la Iglesia para comunicar nuestra fe a nuestros familiares, amigos, o compañeros de trabajo.
Hay muchas maneras de hacer ese apostolado que Jesús nos pidió: la palabra es el más común, pero resulta tantas veces mucho más eficaz el apostolado del testimonio de la propia vida, donde procuramos ser coherentes con nuestra fe cristiana, imitando la vida de Jesús, pues el ejemplo, como asegura el dicho popular, "es el mejor predicador". En pocas palabras, que de nuestra conducta concluyan quienes conviven con nosotros que algo especial guía nuestros afanes, que procurando
tratar a Dios en nuestras vidas, se convierten en más plenas y más felices.
Hace unos días leía la reflexión que el recien elegido cardenal Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, hacía en una jornada de reflexión sobre la nueva evangelización ante el Papa y los demás cardenales. Es un ejercicio excelente de optimismo cristiano. Me han quedado especialmente grabados dos pasajes que ahora reproduzco:

"Un enfermo terminal de sida en la casa Don de la Paz llevada por las Misioneras de la Caridad en la archidiócesis de Washington del cardenal Donald Wuerl, pidió ser bautizado. Cuando el sacerdote le pidió una expresión de fe, murmuró: "lo que sé es que soy un infeliz, y las hermanas en cambio son muy felices, incluso cuando las insulto y les escupo. Ayer finalmente les pregunté la razón de su felicidad y ellas me contestaron "Jesús". Yo quiero a este Jesús para que así yo también pueda ser feliz". En definitiva este enfermo no conocía a Dios, pero conocía el amor a Dios encarnado en las vidas de quienes le han elegido a El como tesoro de su vida.
La segunda es ésta: "Cuando era seminarista en el Colegio Norteamericano, todos los estudiantes de teología del primer año de todos los ateneos de Roma fueron invitados a una misa en San Pedro celebrada por el prefecto de la Congregación para el Clero, el cardenal John Wright. Esperábamos una homilía densa. Pero él empezó pidiéndonos: "Seminaristas, háganme un favor a mí y a la Iglesia: cuando vayan por las calles de Roma, ¡sonrían!" (....) el misionero, el evangelizador, debe ser una persona alegre. "La alegría es el signo infalible de la presencia de Dios", afirma Leon Bloy"
Ambos me parecen magníficos consejos. Si queremos dar a conocer a Jesucristo a nuestros amigos, vamos a mostrarles la felicidad que nos causa, en medio de nuestras dificultades, limitaciones, errores, el afán por superarnos, por ser mejor. Esa es, me parece, una magnífica definición del amor. Queremos a alguien cuando, al estar cerca de esa persona, queremos ser mejores.

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