Hace pocas semanas escribía en este blog sobre mis impresiones de la JMJ y particularmente sobre el encuentro que tuvimos con Benedicto XVI en el Escorial. Además de esas impresiones personales, muy gozosas por cierto, insertaba el enlace al discurso que pronunció el Papa en ese acto, un verdadero compendio de lo que debería ser la Universidad como institución educativa. Entre los amigos a quienes mandé mis reflexiones, a una investigadora le picó la curiosidad mis comentarios y se decidió a "pinchar" el enlace al discurso, leyéndolo esa misma. Su sorpresa fue bastante notable. Me confesó que nunca había leído nada de Benedicto XVI, pero que quedó muy gratamente impresionada por las palabras del Papa y que estaba de acuerdo con lo que allí se decía.
Pensaba estos días en lo ocurrido a mi amiga, ante la visita del Papa a su tierra natal. A juzgar por los medios, Benedicto XVI no es recibido cordialmente por sus paisanos, y Alemania se presenta como un territorio particularmente hostil al renacimiento católico que encabezó Juan Pablo II e intenta continuar el actual pontífice. Las primeras noticias no son tan desalentadoras y parece que, también entre los que no piensan como él, hay reconocimientos públicos de la hondura y trascendencia del mensaje de Benedicto XVI.
Siguiendo el ejemplo de mi amiga investigadora, invito a los lectores de estas líneas a que pinchen este enlace y lean personalmente a una de las cabezas más brillante de nuestros días. La lección del Papa en el
"Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades" (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013, n. 183)
domingo, 25 de septiembre de 2011
domingo, 18 de septiembre de 2011
Trabajar mirando al Cielo
El trabajo nos ocupa buena parte de nuestro tiempo, es la fuente principal (tantas veces la única) de recursos para mantenernos, nos proporciona relaciones sociales, amplía nuestros conocimientos, permite poner en valor nuestras habilidades, nos aporta experiencias vitales: en resumen, es uno de los ámbitos más importantes de la vida para la mayor parte de los adultos. Ahora bien, ¿por qué trabajamos?, ¿cuáles son las motivaciones últimas detrás del trabajo que realizamos cotidianamente?
Para muchas personas, el trabajo es sólo una cuestión de ganarse los recursos necesarios para vivir. Cuantos más recursos con menos trabajo, la ecuación resulta más satisfactoria. Para otros, el trabajo es un motivo de angustia, ya que la inestabilidad laboral les implica una inquietud sobre el futuro que les resulta complicado sobrellevar, especialmente cuando es la única fuente de ingresos para la familia. Para otros, tal vez los menos, el trabajo es un compromiso personal con la sociedad, una manera de devolverle los servicios (educación, salud, infraestructuras) que nos han permitido aprender las habilidades que ahora desarrollamos.
La productividad laboral de la que tanto se habla en estos días, va a depender en buena medida de cómo esté el trabajo organizado por quien tiene la misión de hacerlo (empresario, administración), y por las motivaciones que el trabajador tenga para desarrollar su tarea. En pocas palabras, uno trabaja por tres razones: por dinero, por miedo o por convicción. En consecuencia, para trabajar más y mejor, es preciso o más incentivos económicos, o más control, o más firmeza en las convicciones.
Para mi desde luego, la tercera es la motivación que más me motiva: cuando uno trabaja por convicción las cosas se ven y se hacen de otra manera. El problema es cuál es el origen de esa convicción: -¿un sentimiento de gratitud con la sociedad que nos ha favorecido previamente?; -¿una certeza ética, tal vez? -¿un vínculo religioso?
La primera actitud me parece poco frecuente; la segunda puede anclarse en una confianza en la bondad de lo que hacemos, que además nos resulta interesante, y eso nos lleva a efectuarlo bien y con la mente puesta en
Para muchas personas, el trabajo es sólo una cuestión de ganarse los recursos necesarios para vivir. Cuantos más recursos con menos trabajo, la ecuación resulta más satisfactoria. Para otros, el trabajo es un motivo de angustia, ya que la inestabilidad laboral les implica una inquietud sobre el futuro que les resulta complicado sobrellevar, especialmente cuando es la única fuente de ingresos para la familia. Para otros, tal vez los menos, el trabajo es un compromiso personal con la sociedad, una manera de devolverle los servicios (educación, salud, infraestructuras) que nos han permitido aprender las habilidades que ahora desarrollamos.
La productividad laboral de la que tanto se habla en estos días, va a depender en buena medida de cómo esté el trabajo organizado por quien tiene la misión de hacerlo (empresario, administración), y por las motivaciones que el trabajador tenga para desarrollar su tarea. En pocas palabras, uno trabaja por tres razones: por dinero, por miedo o por convicción. En consecuencia, para trabajar más y mejor, es preciso o más incentivos económicos, o más control, o más firmeza en las convicciones.
Para mi desde luego, la tercera es la motivación que más me motiva: cuando uno trabaja por convicción las cosas se ven y se hacen de otra manera. El problema es cuál es el origen de esa convicción: -¿un sentimiento de gratitud con la sociedad que nos ha favorecido previamente?; -¿una certeza ética, tal vez? -¿un vínculo religioso?
La primera actitud me parece poco frecuente; la segunda puede anclarse en una confianza en la bondad de lo que hacemos, que además nos resulta interesante, y eso nos lleva a efectuarlo bien y con la mente puesta en
domingo, 11 de septiembre de 2011
Lo que Europa le debe a la Iglesia
Acabo de terminar la lectura de un libro que me permito recomendaros desde este blog. Está escrito por Thomas E. Woods y presenta, en una síntesis que me parece muy afortunada, la contribución que la Iglesia Católica ha realizado a la civilización occidental (How the Catholic Church built Western Civilization, Washington, D.C., Regnery Publications Inc.). El libro fue publicado originalmente en 2005 y fue traducido dos años más tarde al español: “Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental”. Ciudadela Libros.
Presenta Woods una revisión histórica de las grandes contribuciones de la Iglesia en diversos aspectos que consideramos clave para entender el marco cultural de la sociedad occidental. En primer lugar, presenta algunos tópicos comúnmente aceptados por los estudiantes europeos o norteamericanos, que raramente dejan a la Iglesia en buena posición, considerando la época medieval, donde se muestra con más claridad su presencia cultural, como una época de regresión social, un paréntesis intelectual entre el esplendor clásico y el Renacimiento, que comenzaría a librarse del supuesto yugo que la Iglesia habría puesto al desarrollo cultural y científico.
La realidad histórica, lejos de esa concepción simplista, muestra que precisamente es en la Edad Media donde se encuentran los gérmenes, cuando no ya algunos desarrollos maduros, que alumbrarían posteriormente a la sociedad más avanzada científica, técnica, cultural y socialmente que ha existido hasta el momento en la Tierra.
En primer lugar sitúa Woods el contexto histórico del inicio de la Edad Media, la difícil transición entre la Roma clásica y el dominio de los pueblos germánicos que acabaron con su Imperio. Este cambio supuso un vacío político y cultural, que poco a poco iría llenando la Iglesia, primero a través de sus monjes, luego de sus universidades, sus catedrales y su presencia territorial. En sucesivos capítulos, repasa Woods el papel de los monjes católicos –singularmente los benedictinos- en la preservación del legado cultural clásico; el papel del Papado en la creación y tutela de las Universidades, garantizando su independencia intelectual; el impacto de la concepción cristiana del mundo para explicar que sea en Europa –y no en cualquier otra civilización- donde nace la ciencia, tal y como la conocemos actualmente; el liderazgo artístico de la Iglesia; la importancia de las controversias teológicas en la creación del derecho internacional, especialmente a propósito de la colonización de América por la corona española; la aportación de la Iglesia a la economía, a la creación de una red de protección social (hospitales, asilos, orfanatos…); y finalmente al establecimiento de valores morales de vigencia universal.
Como en cualquier obra de estas características, algunos capítulos son más brillantes y otros más ligeros, pero en su conjunto la obra de Thomas Woods aporta una gran cantidad de material sobre el que conviene reflexionar. Me parece urgente que fortalezcamos el rigor histórico a la hora de juzgar la aportación católica a la creación de lo que hoy conocemos como Europa (y, por extensión, los países que colonizó más hondamente). Con sombras, que como en toda obra de hombres existen, el balance al que nos guían los hechos es sin duda muy positivo.
sábado, 3 de septiembre de 2011
Lo importante es lo importante
Cuentan que esta sencilla frase, que parece de Perogrullo, decoraba la mesa de un prestigioso gestor internacional. Ciertamente, distinguir lo que realmente es valioso de lo marginal, es una manifestación de sabiduría.
Cuando hablamos del cristianismo en nuestro país, o más propiamente cuando hablamos del modo de vida católico, las primeras cuestiones que saldrán a la palestra –casi siempre en un tono crítico- hacen referencia a temas morales. En los primeros siglos de la Iglesia, las controversias eran intelectuales: si había uno o tres dioses, si Jesús era también Dios o sólo hombre, si tenía una o dos voluntades y naturalezas, etc. Con el paso de los siglos, parece que esos temas no interesan mucho, y que el eje de la conversación va a centrarse seguramente en qué prohíbe la Iglesia sobre determinadas cuestiones morales, siendo las relaciones con el sexto mandamiento las que ocupan la parte más alta del ranking. Lamentablemente, la conversación se centra entonces en lo marginal; no es esencial del cristianismo su concepto de la sexualidad, sino que es en realidad una consecuencia de otras muchas cosas a las que habitualmente no le dedicamos la debida atención.
En un entrañable pasaje del Evangelio de San Lucas se nos narra la visita de Jesús a sus amigos Marta, María y Lázaro. Marta se afanaba en las tareas domésticas, con la estupenda intención de atender mejor a Jesús. Mientras su hermana María “…, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Acercándose (Marta), le dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.” Le
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