Hace años leí una noticia en el periódico que resultó muy llamativa. Una señora, licenciada en Filosofía y Letras y con amplia cultura según se informaba, alquilaba su tiempo para conversar sobre los tópicos más variados con quien tuviera necesidad de compañía. El artículo aclaraba que esas conversaciones no tenían otras finalidades más o menos inconfesables, sino que eran, simplemente, citas para charlar. Me pareció preocupante que estemos creando una sociedad donde acabemos estando tan solos que sea necesario contratar a alguien para que nos escuchen.
Los cristianos no tenemos esa necesidad, porque tenemos a Alguien, con mayúscula, que siempre está esperando que nos dirijamos a Él, que siempre está dispuesto a atender nuestra conversación. En la recogida quietud de una iglesia, en un paisaje excelso o en el fragor cotidiano de un medio de transporte está Dios esperándonos, siempre dispuesto a escuchar nuestras alegrías, inquietudes o preocupaciones. Eso es precisamente la oración.
La vida cristiana no se queda en un reconocimiento más o menos vago de que existe un Ser Superior, sino que se concreta en un trato personal, de amor, de amistad, con una Persona. Dios no es un ser lejano, que contempla con indiferencia nuestros afanes, sino un Padre amoroso, que sale a nuestro encuentro, que está deseando transitar junto a nosotros el camino de la vida. Cuando los discípulos de Jesucristo le piden que les enseñe a hacer oración, les propone tratar a Dios como un Padre, con confianza, como hijos queridos. Se trata de la oración por excelencia del cristianismo y supone una radical novedad en el trato que los contemporáneos de Jesús tenían con Dios, de ahí que tanto impacto causara sobre los discípulos. Las religiones antiguas concebían a Dios como un Ser Todopoderoso, absolutamente inaccesible y frecuentemente furioso con los hombres, por lo que convenía ofrecerle oblaciones que aplacasen su ira. La meta del cristiano es amar a Dios, que por ser infinito colma nuestra capacidad de amar.
Pero ¿cómo podemos amar a Dios, a quien no vemos? De la misma forma que lo hacemos con cualquier criatura, mediante el trato. El trato con Dios se basa en la oración, que no es otra cosa que un amoroso diálogo entre nosotros y el Creador. Diálogo porque hablamos, pero también porque escuchamos. Hablamos de mil formas, pues son muy numerosas las formas de hacer oración. Escuchamos también de muchas maneras, pues Dios nos habla al corazón, sin ruido de palabras, pidiéndonos, sugiriéndonos, estimulándonos, consolándonos. Sin oración, la vida del cristiano quedaría reducida a un conjunto de prácticas externas que no tendrían armazón.
Los cristianos no tenemos esa necesidad, porque tenemos a Alguien, con mayúscula, que siempre está esperando que nos dirijamos a Él, que siempre está dispuesto a atender nuestra conversación. En la recogida quietud de una iglesia, en un paisaje excelso o en el fragor cotidiano de un medio de transporte está Dios esperándonos, siempre dispuesto a escuchar nuestras alegrías, inquietudes o preocupaciones. Eso es precisamente la oración.
La vida cristiana no se queda en un reconocimiento más o menos vago de que existe un Ser Superior, sino que se concreta en un trato personal, de amor, de amistad, con una Persona. Dios no es un ser lejano, que contempla con indiferencia nuestros afanes, sino un Padre amoroso, que sale a nuestro encuentro, que está deseando transitar junto a nosotros el camino de la vida. Cuando los discípulos de Jesucristo le piden que les enseñe a hacer oración, les propone tratar a Dios como un Padre, con confianza, como hijos queridos. Se trata de la oración por excelencia del cristianismo y supone una radical novedad en el trato que los contemporáneos de Jesús tenían con Dios, de ahí que tanto impacto causara sobre los discípulos. Las religiones antiguas concebían a Dios como un Ser Todopoderoso, absolutamente inaccesible y frecuentemente furioso con los hombres, por lo que convenía ofrecerle oblaciones que aplacasen su ira. La meta del cristiano es amar a Dios, que por ser infinito colma nuestra capacidad de amar.
Pero ¿cómo podemos amar a Dios, a quien no vemos? De la misma forma que lo hacemos con cualquier criatura, mediante el trato. El trato con Dios se basa en la oración, que no es otra cosa que un amoroso diálogo entre nosotros y el Creador. Diálogo porque hablamos, pero también porque escuchamos. Hablamos de mil formas, pues son muy numerosas las formas de hacer oración. Escuchamos también de muchas maneras, pues Dios nos habla al corazón, sin ruido de palabras, pidiéndonos, sugiriéndonos, estimulándonos, consolándonos. Sin oración, la vida del cristiano quedaría reducida a un conjunto de prácticas externas que no tendrían armazón.
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