domingo, 25 de septiembre de 2016

¿Existe el infierno?

Escuchaba hoy el Evangelio dominical y me ha venido a la cabeza una conversación que mantuve hace un par de años con un amigo, convencido cristiano en líneas generales, aunque se mostraba poco convencido de la existencia del infierno, uno de los dogmas más antiguos de la tradición cristiana. Precisamente las lecturas de la misa de hoy nos recuerdan la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro: quién sufrió en esta vida disfrutó de la eterna, mientras quien banqueteaba despreciando al pobre acabó intentando que le socorriera en su tormento eterno.
Para muchos, incluso para muchos cristianos, la palabra infierno parece guardaba en el baúl de los recuerdos juveniles, como si se tratara de un recurso infantil para estimular una buena acción ("si no te comes eso irás al infierno", "si pegas a tu hermana irás al infierno", "si no haces los deberes irás al infierno", y un largo etcétera de recriminaciones propias de años felizmente pasados. Naturalmente que el infierno no es eso, no es un lugar imaginario inventado para la amenaza. Hay múltiples referencias en la Sagrada Escritura al infierno, y muchas más en los escritos de los primeros teólogos cristianos, así que negar que pueda existir nos lleva más allá de la línea roja de la ortodoxia.
El principal obstáculo que plantea el infierno en la mentalidad contemporánea es la imagen misericordiosa de Dios. ¿Cómo puede un Dios infinitamente poderoso y bueno, que nunca se cansa de perdonar, como dice frecuentemente el papa Francisco, condenar a alguien a una pena eterna? Si cualquier padre es capaz de levantar el castigo, aun al hijo más díscolo, ¿cómo no lo va a hacer Dios? ¿Si Dios se ha encarnado y ha muerto en una cruz para salvarnos, cómo va a impedir luego que nos salvemos?
Son preguntas ciertamente complejas, que nos resulta difícil contestar, pero que tienen otra vertiente que nos puede resultar más razonable. ¿Qué es el infierno? Una eternidad sin Dios. ¿Por qué lo consiente Dios? Porque respeta nuestra libertad. ¿Es compatible con su misericordia? Nos dice la teología católica que solo irá al infierno quien estrictamente lo elija, quien desprecie constántemente la ayuda que Dios le presta. Por otro lado, ¿es justo el sufrimiento del justo? ¿Es justo que el malvado tenga la misma suerte que quien ha sufrido sus atrocidades? No parece que eso case con la justicia de Dios. No sabemos cómo la ejerce, no sabemos quien está en ese lugar de sufrimiento eterno. La Iglesia nunca ha afirmado que nadie concreto esté en el infierno (parece que Dante tenía su propia lista de condenados, pero eso es otra cosa), puesto que hasta el último momento cabe el arrepentimiento. De eso a despreciar la justicia de Dios, hay mucha distancia. 

domingo, 11 de septiembre de 2016

Dios o nada

Comparto en este blog una de mis lecturas veraniegas, el libro publicado hace unos meses por Nicolas Diat con una amplia entrevista al cardenal Robert Sarah. El título, Dios o nada, ya indica que va a tratar temas de hondura. Muchos autores han hablado de la banalidad de la cultura de occidente, del miedo a tratar cualquier asunto que implique un cierta radicalidad, como si ir a las raíces, a la verdad última de las cosas, tuviera algo que ver con ser fanático, irracional. Todo es light, desde la Coca-cola hasta las matemáticas, y por supuesto la religión. Recuerdo hace unos años un comentario de un amigo cuando hablábamos sobre asuntos de la fe. Me dijo: "Yo soy católico practicamente, pero no soy tan fanático como para ir a misa todos los domingos". En fin, para esta persona ser católico era una especie de inspiración nebulosa, con muy pocas consecuencias en la vida práctica. Identificar fanatismo con la mínima práctica religiosa que recomienda la Iglesia es desde luego haber "bajado el listón" hasta límites absurdos.
En este marco, leer en un título "Dios o nada" resulta de entrada bastante chocante. Da la impresión de que quien elige una frase tan rotunda va a verter sobre el lector todo tipo de diatribas de singular dureza. Nos hemos acostumbrado tanto a la liviandad que nos cuesta digerir alimento consistente. Por eso recomiendo vivamente la lectura de este libro, particularmente de la primera mitad, cuando narra la infancia y los primeros años de vocación sacerdotal del cardenal Sarah, su atracción por la fe y la vida de oración que observa de niño en unos misioneros franceses instalados en su aldea, un pueblo remoto de un país muy remoto (Guinea) de un continente remoto (Africa). Creo que en ninguna otra institución internacional podría una persona que nace en un lugar tan apartado de los centros de influencia llegar a ser una de sus personas más influyentes. La trayectoria que conduce a que el hijo único de una familia pobre de un país poco relevante llegue a ser cardenal de la Iglesia católica y prefecto de uno de las congregaciones más importantes supone, en sí mismo, toda una aventura. Naturalmente eso obedece a que la persona es extraordinaria; también a que la institución (la Iglesia católica) tiene la sabiduría para identificar esas personas que necesita, en cada momento, para liderarla, independientemente de su lugar de origen o extracción social.
El carácter extraordinario del cardenal Sarah se atisva en sus palabras, en su percepción del mundo, en su sólida piedad, en el aprecio por los valores hondos que dan sentido a la vida humana. Todo ser humano, lo admita o no, necesita la trascendencia. El drama de la sociedad occidental es que ahora no la encuentra en donde ha estado siempre, y en donde sigue estando, porque su mente se ha nublado, ha cambiado espejuelos por los tesoros de los que ha vivido siempre. Quizá también porque quienes deberían mostrar la trascendencia se han hecho irrelevantes, banales, porque han perdido su unión con Dios, han pasado de ser motores espirituales a funcionarios religiosos. No todos, no en todos los lugares.
Las palabras del cardenal Sarah son alentadoras, pero también exigentes. Necesitamos volver a lo básico, enraizar nuestra vida en lo que realmente anhelamos, en Dios, pero no de modo superfluo, sino con un compromiso vital que necesariamente es prefacio de la alegría . Necesitamos recuperar el sentido de la oración porque: "...la oración es la necesidad más importante del mundo actual, el instrumento para reformar el mundo. En un siglo que ya no reza, el tiempo queda como suprimido y la vida se transforma en una carrera desenfrenada". Necesitamos sabernos criaturas, hijos de un Dios que está siempre esperandonos, en lugar de seguir empeñándonos en ser dioses de nosotros mismos y de los demás, porque como bien dice Robert Sarah, "el hombre solo es grande cuando se arrodilla ante Dios".

domingo, 4 de septiembre de 2016

¿Qué hacemos con España?

Es propio del verano la tertulia tranquila, estirando la sobremesa en la plácida condición de quien no tiene nada que hacer luego. Se habla de todo, de lo cotidiano y de lo trascendente, de lo global y lo local. Con frecuencia uno se permite la ocasión para, por decirlo coloquialmente, "intentar arreglar el mundo". Naturalmente uno de los temas de conversación veraniega ha sido la situación política de España, la constatación de la inutilidad de los políticos para pasar por encima de su ombligo y enfrentar los problemas que tiene el país. Cada uno se atrinchera en sus votos, que cada uno interpreta como refrendando su postura personal (e intransferible). Parece casi una utopía, pero conviene recordar que los políticos son nuestros representantes para conseguir que el bien común impere en la vida pública. No son elegidos para imponer sus condiciones, para postular su visión y pisotear la contraria, para encontrar una matemática -en estos días imposible- que acabe prescindiendo olímpicamente de los intereses de quienes caigan al otro lado de la ecuación.
No digo nada nuevo si afirmo que la ciudadanía está harta de la situación; no entendemos nada. ¿Cómo es posible que en 40 años de democracia los dos principales partidos del país sean incapaces de ponerse de acuerdo en nada? ¿Son tan irreconciliables sus posturas? Los dos han introducido recortes (los del PP son obvios, los del PSOE basta recordar la ampliación de la edad de jubilación o la congelación de sueldos de los funcionarios), los dos tienen casos flagrantes de corrupción pero también gente muy honesta, los dos apuntan al mismo sitio en política internacional y en la mayor parte de las políticas sociales (por más que unos cacareen más que los otros). ¿Por qué no se pueden poner de acuerdo para gobernar juntos? ¿Por qué no acuerdan al menos designar un independiente que saque al país del atolladero? ¿Por qué siguen atrincherados en un frentismo absurdo, propio de una época que creíamos felizmente superada?
Si alguien puede contestarme estas preguntas, le agradezco de antemano su lucidez. Si el lector está tan perplejo como yo, podemos iniciar un movimiento popular para forzar a los políticos a que hagan su tarea, por ejemplo cortando el sueldo de todos los parlamentarios hasta que haya un gobierno en el país. No tiene ningún sentido que sean tan torpes y que encima estén cobrando un sueldo muchas veces superior al salario mínimo de las arcas públicas. Pasa la idea.