domingo, 24 de abril de 2016

Educar para vivir contracorriente


La educación es sin duda una de las tareas más trascendentales que podemos desarrollar los seres humanos. A unos nos toca por profesión, a otros -los más- por la tarea insustituible de padres y madres. Educar, decía Platón, es sacar de una persona toda la belleza y la perfección de que es capaz. El reto es muy difícil y, sobre todo para los padres, aquí no hay examen de septiembre: se educa de una determinada forma y los frutos vendrán en función de ello -naturalmente, y de la libertad de los hijos-, por lo que es lógica la preocupación de cualquier padre y madre sobre cómo promover en sus hijos el tipo de valores que les harán, en el futuro, mejores personas.
Para unos padres cristianos, una preocupación añadida será cómo conseguir que la fe que quieren transmitir a sus hijos arraigue y sea permanente. Tantas veces, la educación cristiana acaba diluyéndose cuando los chicos entran en la adolescencia, quizá cuando entran en la universidad, como si todos los valores transmitidos cayeran en saco roto. El asunto es de especial relevancia en nuestro país, donde se hecha en falta la influencia social de esa gran cantidad de jóvenes que han sido educados en colegios católicos.
No es ciertamente tarea fácil educar, requiere mucha sabiduría (de esa que da el Espíritu Santo al hilo de la oración personal) y mucho ejercicio de las virtudes, pues lo que realmente se aprende no es lo que se oye, sino más bien lo que se ve: de poco sirven las prédicas si no van acompañadas de una vida plena. Además, y como nos movemos en una sociedad que cada vez más ignora los valores cristianos, una educación en la fe tendrá que sembrar unas convicciones profundas en los chicos, que les permitan más adelante vivir con naturalidad esa fe en ambientes hostiles. En otros países donde el cristianismo ha sido minoritario, me parece que esa tradición educativa está más arraigada entre los católicos. En el nuestro, creo que muchos padres siguen optando por la táctica de crear ambientes artificiales (burbuja) donde los chicos puedan vivir su fe sin sobresaltos. El problema es qué ocurrirá cuando los jóvenes tengan que estar -antes o después- en otros ambientes, en qué medida reaccionarán con personalidad y convencimiento, no sólo evitando que ese ambiente indiferente u hostil les atenace, sino incluso que les permita cambiarlo, influyendo positivamente en cualquier entorno, sintiéndose a la vez razonablemente feliz de dar testimonio de su fe, de ser coherente con unos principios que otros no compartirán, o incluso experimentando la amargura del rechazo social o la incomprensión de quienes se dicen amigos. En suma, ¿cómo educar para vivir felizmente en una sociedad que puede hacerle sentir a uno que es de otro planeta, por vivir valores que otros consideran caducos o absurdos?
Me reservo seguir reflexionado sobre esta cuestión en futuras entradas, pero me permito ahora sugerir un sencillo vídeo que trata esta cuestión y que da algunas ideas para tener esta cuestión en cuenta. Educar para un mundo diferente es tarea inevitable de cualquier padre o madre católico, que proponga a sus hijos un ideal que les guiará para toda la vida.




domingo, 17 de abril de 2016

¿Dónde están los políticos cristianos?


http://www.digitalreasons.es/libro.php?valor=%C2%A1Europa,%20s%C3%A9,%20t%C3%BA%20misma!%20La%20identidad%20cristiana%20en%20la%20integraci%C3%B3n%20europea

El viaje del Papa a Lesbos es mucho más que un gesto. Indica una profunda preocupación por cada ser humano, implica convertir los titulares en rostros, los números en personas. Acoge con su cercanía a quien nadie quiere acoger, a quien todo auxilio es negado. El Papa muestra con acciones concretas qué significa el año de la misericordia, pone rostro, manos, sonrisa al cuerpo de Cristo que siente el dolor por el hermano herido.
Mientras, Europa mira a otro lado, nuestros gobiernos llegan a un vergonzoso acuerdo con Turquía para culminar lo que la más elemental justicia rechaza. Hoy en mi parroquia nos han recordado que las iglesias de España han ofrecido sus locales para acoger refugiados. ¿Dónde están los políticos cristianos, dónde las raíces de un continente que se ha sentido orgulloso de exportar al mundo una cultura que ha hecho a los seres humanos más dignos, mejor atendidos, más respetados? Europa agoniza en su indiferencia. Los líderes no lideran nada más que los sentimientos más básicos del egoismo amenazado. Los gobernantes sólo miran las encuestas electorales; no quieren señalar el camino porque hace tiempo que ellos mismos lo han perdido. ¿Dónde están los políticos que crearon la Unión Europea tras una guerra de incalculables pérdidas? ¿Dónde los que cambiaron los fusiles por el abrazo? ¿Dónde los que superaron siglos de desconfianza y odio? Adenauer, Schuman, De Gasperi, Moro y tantos otros que sabían qué era Europa, de dónde venía y dónde debería ir. Hombres con fe en el hombre y con Fe en Dios, y tener fe implica tener confianza (cum fidere), apostar por un futuro mejor, guiar cuando el camino es incierto para salir del abismo.
¿Dónde están los políticos cristianos en nuestro país? ¿Dónde los que defiendan la vida del más débil, los que protejan los derechos de los más vulnerables, los que acojan a quienes sufren,...? ¿Dónde están los que busquen el bien común sobre el egoísmo particular, quienes vienen a la política a servir  y no a aprovecharse? ¿Dónde los que protejan la libertad de quienes son hostigados por causa de su fe? ¿Dónde los que hablan de virtud y no sólo de economía? ¿Dónde los que impulsan la ciencia, el ambiente natural, la familia, la educación, el trabajo bien hecho, la sobriedad, la honestidad...?

domingo, 10 de abril de 2016

El peso de la costumbre

Esta semana estuve en Málaga dando una conferencia sobre las distintas respuestas a la crisis ambiental, tomando como eje la encíclica del Papa Laudato si. Se dirigía a alumnos de la facultad de educación que están estudiando magisterio con opción a la enseñanza de religión. El debate me resultó muy interesante, mostrando la inquietud que la gente joven tiene ante las cuestiones ambientales. Me dio que pensar algunas de las preguntas sobre cómo podría abordarse el cambio de hábitos que lleva consigo la "conversión ecológica" a la que nos anima el Papa Francisco, en la línea de lo que ya habían propuesto S. Juan Pablo II y Benedicto XVI.
¿Hasta qué punto es posible cambiar de formas de vida? ¿En qué medida estamos atrapados en nuestros propios hábitos, en nuestras costumbre, modos de hacer, que impiden abordar otras metas? Me decía un buen amigo que la gente no cambia, sólo mejora (o empeora). Nuestro carácter es fruto de muchos años de tomar decisiones, de contrastar valores con conducta. ¿Es posible la conversión? ¿Podemos dejar de lado una trayectoria para orientar nuestra vida por otra senda? ¿Qué requiere un cambio tan radical? Entiendo que no basta con que alguien nos muestre la conveniencia, es necesario algo de mucho más impacto, quizá una experiencia inaudita, una enfermedad, una contrariedad grave, una alegría inusitada, una persona excepcional... ¿Qué nos permite dejar de lado conductas que nosotros mismos consideramos inadecuadas? ¿Cómo remontar el peso de nuestra propia mediocridad?
No tengo las respuestas, pero entiendo que la conversión, ecológica o de cualquier otro tipo, es una confluencia de muchas cosas: experiencia vital, convencimiento, valor percibido, ideal propuesto... Cambiar de rumbo, dejar de lado lo que venimos haciendo y empezar otra cosa, es consecuencia de una idea clara, una voluntad decidida y una empatía exigente. Empezar de nuevo, cambiar el paradigma, hacernos mejores.

domingo, 3 de abril de 2016

La Creación y la vida

Entramos de lleno en la semana que la Iglesia dedica a la Vida, que suele coincidir con la fiesta de la Anunciación (este año no ha sido posible por las fechas de la Semana Santa). Reflexionar sobre la Vida, sobre toda forma de vida, no solo -aunque sea la más relevante- sobre la vida humana, es reflexionar sobre su significado: ¿Qué sentido tiene cada vida, en singular? ¿Es simplemente fruto de la casualidad, una opción felizmente resultante de otras millones de combinaciones aleatorias, o hay alguien que ha querido que nosotros, que los demás seres humanos, que las demás criaturas, existan, exactamente como son? Esta es la pregunta clave sobre el sentido de todo: ¿lo que observamos a nuestro alrededor es puramente contingente (está ahí pero podría no estarlo) o lleva consigo algún mensaje, tienen alguna implicación para nuestras vidas y para la explicación de todo? Hoy sabemos por el avance de las ciencias que todo está relacionado con todo, que cada partícula del universo afecta de alguna forma a las demás. Pero también sabemos que la probabilidad de que todo eso haya ocurrido al azar, sin ningún diseño previo, es ínfima. ¿Hemos tenido mucha, extraordinariamente mucha, suerte o hay Alguien que explica el orden que observamos?
Para un evolucionista radical, todo es fruto de una relación entre el azar y la interacción con el entorno. A veces se asume que ésta es la respuesta científica, pero no olvidemos que la ciencia sólo explica el cómo, no el por qué. La teoría de la evolución explica el cómo se han desenvuelto las distintas formas de vida, pero no explica -no pretende hacerlo- qué sentido tiene esa evolución, por qué se dirigió a lo que ahora conocemos y no a cualquier otra de las trillones de posibilidades. Para quien crea en un Dios providente, la evolución explica cómo se ha producido el desarrollo del universo, pero además asume que esa ruta tiene un destino, y cada uno de los elementos de esa cadena es querido directamente por Dios Creador. Como indicaba Benedicto XVI, con su habitual lucidez, para un creyente: "No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario" (Homilía pronunciada durante la celebración eucarística con la que dio inicio a su Pontificado, 2005).
Por tanto, si creemos hondamente que Dios es Creador de cada criatura, que cada una ha sido querida expresamente por El, ¿cómo no amar la Vida, con mayúscula, y cada una de las vidas singulares que encontramos?, ¿cómo no admirarse ante la belleza de todo lo creado?, ¿cómo no respetarla? Para un sincero creyente, sería blasfemo erigirse en destructor arbitrario de alguna de las vidas que Dios ha querido, sería contradecir su voluntad de quererlas como son.
Me parece una tarea de especial relevancia recuperar el sentido más profundo de la Teología de la Creación, tan admirablemente expresado en la tradición de la Iglesia, desde los escritos de alabanza a Dios de la Escritura, los textos de los primeros Padres o la acción conservadora de las órdenes religiosas medievales, hasta las apremiantes llamadas a amar toda vida de los últimos pontífices. La última encíclica del Papa Francisco es en el fondo un recordatorio de las implicaciones que considerar a Dios como Creador tiene en nuestras vidas: en primer lugar, agradecimiento por un regalo que no merecemos, en segundo admiración ante la belleza y el sentido de lo que nos rodea, en tercer lugar responsabilidad para conservarlo tal y como Dios lo quiso.