Hace unos días tuve una entrevista con un empresario a quien pensaba plantear su apoyo al proyecto editorial que estoy promoviendo. Nos había concertado la cita un amigo común que además estuvo con nosotros en la conversación. Si se me permite asincerarme con el lector anónimo de este blog, para mi la editorial es una forma de proyectar mis inquietudes culturales hacia otras personas, pero también soy consciente de que cualquier proyecto que requiera medios económicos tiene que tener detras de sí un cierto plan de negocio. Por mi orientación universitaria y por mi carácter, me reconozco bastante inexperto en el mundo empresarial, asi que me parece razonable pedir asesoramiento a personas que conocen mejor cómo sacar adelante una empresa, pues mi proyecto sólo será viable si al menos tiene una cierta sustentabilidad económica.
En estos pensamientos estaba cuando me presentaron al empresario antes mencionado. Mi idea era comentarle mi proyecto, los libros que tenemos publicados, la orientación general de los mismos, su enfoque, los temas que cubrimos... Pensaba ver en qué medida esta persona podría sintonizar con la idea, que le resultara sugerente el proyecto y, en esa medida, colaborar con el mismo desde su experiencia empresarial. No recuerdo cuánto tiempo pude hablar de este asunto, pero creo que no llegó a 3 minutos. Intenté hilar la conversación, pero tras esos pocos minutos, esta persona me preguntó: ¿Y cuál es tu facturación anual? No sé si hizo esfuerzos para no reirse, pero hay que decir -en honor a la verdad- que no lo hizo. Después vino la pregunta sobre mi nicho de mercado, seguido de una larga perorata sobre la importancia de tenerlo, sobre lo poco que se lee en este país, sobre el tipo de libros que le gusta a la gente, etc. En fin, no voy a seguir con el relato, pero ya habrá concluido el lector avezado que salí de allí con muy poco entusiasmo. En suma, tuve la impresión de que en lugar de ayudarme a plantear la viabilidad económica de la editorial estaba convenciéndome para que la cambiara.
Vivimos en una sociedad que casi todo lo valora en términos económicos: tanto tienes, tanto vales. No importa si lo que haces es interesante, aporta algo relevante a la sociedad o simplemente te hace feliz. Lo importante es cuánto vale, haciéndolo equivalente a cuál es su rendimiento económico. Si te pagan dos millones de euros al año por pegar patadas a una pelota, entonces ese trabajo es mucho más importante que el de salvar vidas humanas, que se paga a algo menos de veinte mil. ¿De dónde hemos sacado tan estrafalaria concepción? ¿De dónde ha venido la absurda idea de que el valor de las cosas la marca el mercado, lo que la gente está dispuesta a pagar por ellas? La común expresión: "¿esto cuánto vale?" puede aplicarse a unas patatas o una sartén, pero no puede aplicarse a otras muchas cosas en esta vida, como un trabajo, un entorno natural, o una obra creativa... Podemos ponerle precio, valor económico a las cosas, pero su valor está mucho más allá y tantas veces es incuantificable
. Mientras sigamos midiendo todo por la regla de la economía, me temo que seguiremos anclados a un materialismo que no hace más que deteriorarnos. Los bienes son necesarios, los que son necesarios, pero no dejan de ser medios para otras cosas mucho más importantes, que no van a cotizar nunca en bolsa.
En estos pensamientos estaba cuando me presentaron al empresario antes mencionado. Mi idea era comentarle mi proyecto, los libros que tenemos publicados, la orientación general de los mismos, su enfoque, los temas que cubrimos... Pensaba ver en qué medida esta persona podría sintonizar con la idea, que le resultara sugerente el proyecto y, en esa medida, colaborar con el mismo desde su experiencia empresarial. No recuerdo cuánto tiempo pude hablar de este asunto, pero creo que no llegó a 3 minutos. Intenté hilar la conversación, pero tras esos pocos minutos, esta persona me preguntó: ¿Y cuál es tu facturación anual? No sé si hizo esfuerzos para no reirse, pero hay que decir -en honor a la verdad- que no lo hizo. Después vino la pregunta sobre mi nicho de mercado, seguido de una larga perorata sobre la importancia de tenerlo, sobre lo poco que se lee en este país, sobre el tipo de libros que le gusta a la gente, etc. En fin, no voy a seguir con el relato, pero ya habrá concluido el lector avezado que salí de allí con muy poco entusiasmo. En suma, tuve la impresión de que en lugar de ayudarme a plantear la viabilidad económica de la editorial estaba convenciéndome para que la cambiara.
Vivimos en una sociedad que casi todo lo valora en términos económicos: tanto tienes, tanto vales. No importa si lo que haces es interesante, aporta algo relevante a la sociedad o simplemente te hace feliz. Lo importante es cuánto vale, haciéndolo equivalente a cuál es su rendimiento económico. Si te pagan dos millones de euros al año por pegar patadas a una pelota, entonces ese trabajo es mucho más importante que el de salvar vidas humanas, que se paga a algo menos de veinte mil. ¿De dónde hemos sacado tan estrafalaria concepción? ¿De dónde ha venido la absurda idea de que el valor de las cosas la marca el mercado, lo que la gente está dispuesta a pagar por ellas? La común expresión: "¿esto cuánto vale?" puede aplicarse a unas patatas o una sartén, pero no puede aplicarse a otras muchas cosas en esta vida, como un trabajo, un entorno natural, o una obra creativa... Podemos ponerle precio, valor económico a las cosas, pero su valor está mucho más allá y tantas veces es incuantificable
. Mientras sigamos midiendo todo por la regla de la economía, me temo que seguiremos anclados a un materialismo que no hace más que deteriorarnos. Los bienes son necesarios, los que son necesarios, pero no dejan de ser medios para otras cosas mucho más importantes, que no van a cotizar nunca en bolsa.
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