He estado toda la semana en el palacio de la Magdalena de Santander, coordinando un curso en la Universidad Menédez Pelayo sobre "¿Por qué conservar la naturaleza? Ha sido una experiencia extraordinaria, tanto por los profesores que han participado en estas jornadas, como por los alumnos y el entorno que se ha creado. No siempre es fácil hablar de temas de fondo que a uno le preocupan, más aún de hacerlo con personas que comparten unos mismos valores, tan alejados ciertamente del común social. La conservación ambiental resulta atractiva para la sociedad contemporánea, pero rara vez pasa ese interés de un asunto meramente "cosmético", bastante alejando de una postura personal y colectiva que evidencie una relación afectiva con nuestro entorno. Los cambios necesarios van mucho más allá de acostumbrarnos a reciclar, a ahorrar agua o energía. Es preciso una verdadera "conversión ecológica", como indicaba Juan Pablo II en su mensaje para la jornada mundial de la paz de 1990. Pocos se han enterado todavía, también entre los cristianos, que parecen seguir considerando que la Creación entera está a su servicio, sin apreciar la belleza, la bondad y la verdad que en todas las criaturas -pensadas por Dios, por eso mismo existentes- se encierra. Los hábitos que esa relación conlleva, las posturas en el uso de los recursos, en nuestra relación con el entorno, en los valores que propugnamos, están todavía lejos de una sociedad verdaderamente acogedora con el medio natural y social que nos rodea. Es mucho lo que nos jugamos. Como siempre es la educación el pilar de cualquier cambio profundo. Acabo recordando unas palabras de San Juan Pablo II en el discurso al que hacía referencia antes:“Hay pues una urgente necesidad de educar
en la responsabilidad ecológica: responsabilidad con nosotros mismos y con los
demás, responsabilidad con el ambiente (…) Su fin no debe ser ideológico ni
político, y su planteamiento no puede fundamentarse en el rechazo del mundo
moderno o en el deseo vago de un retorno al «paraíso perdido». La verdadera
educación de la responsabilidad conlleva una conversión auténtica en la manera
de pensar y en el comportamiento” (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz, , 1990, n. 13).
"Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades" (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013, n. 183)
domingo, 29 de junio de 2014
domingo, 15 de junio de 2014
Emergencia Educativa
A nadie sensato se le escapa que la educación es la base del desarrollo humano de un país. Una educación de calidad, suficientemente extendida como para abarcar a todos los estratos de la población, es un ideal por el que no podemos cansarnos de luchar. Transmitir lo mejor de nuestra cultura, arte, técnica, ciencia y ética a las generaciones futuras es la mejor garantía del progreso. Por estas razones, me preocupa muy especialmente el deterioro de la educación que observamos en las últimas décadas en España. Las explicaciones más socorridas: deterioro de las familias, crisis económica, impacto de la inmigración, etc. no me sirve más que como socorridos argumentos que explican más bien poco. Hay razones mucho más de fondo: desprestigio social del profesorado, desmotivación, legislaciones desorientadas, medios escasos y mal aprovechados y, sobre todo, un cambio profundo en el concepto mismo de educación, que urge repensar.
Para quienes consideren este tema como uno de los más relevantes que es preciso mejorar a corto plazo, recomiendo vivamente el libro del profesor Carlos Jariod: SOS Educativo. Raices y soluciones a la crisis educativa, que acaba de publicar la editorial Digital Reasons. Con una gran brillantez y hondura, el profesor Jariod desgrana las causas últimas del deterioro educativo: el cambio en el paradigma antropológico que supone convertir al profesor de un maestro, guía, modelo, en un mero facilitador de experiencias cognoscitivas, en medio de una crisis relativista que dinamita la base última del aprendizaje: sólo vale la pena esforzarse por aprender lo que se valora. Cuando cualquier conocimiento es igualmente válido, ya sea emitido por un premio Nobel en su ámbito o por el vecino de la esquina, el conocimiento se convierte en un objetivo evanescente. En palabras de Jariod: "El nihilismo escolar hace del hombre un ser huérfano y solitario. Lo despoja –o eso pretende- de su deseo de verdad y de bien. Nuestros jóvenes, muchos de ellos sin referentes, son tan ignorantes que desconocen que lo son". Así, la ignorancia que con creciente preocupación comprobamos en nuestros alumnos, "...no se debe a la escasa inteligencia de los estudiantes actuales, sino a que el sistema educativo promueve él mismo la indiferencia y la falta de conocimiento". Es preciso recuperar entonces el valor del conocimiento depurado por la sabiduría de quienes antes que nosotros han sabido discernir lo realmente sustancial. Conceder la importancia social que merece el profesor, procurando que sean nuestros mejores universitarios quienes se orienten hacia esa labor, porque "...la centralidad del profesor no consiste en que el alumno carezca de importancia, sino al contrario que el docente es el portavoz de una tradición cultural imprescindible; la importancia del maestro de enseñanza elemental y la del profesor de enseñanza media, su función social, consiste en que ser portador ante los jóvenes de lo más preciado de la comunidad: su lengua y su cultura".
No podemos esperar más, ni siquiera a que se pongan de acuerdo los dos partidos mayoritarios, que ciegos al impacto que sus decisiones superficiales y sesgadas, están poniendo en peligro un pilar fundamental de nuestra convivencia social.
domingo, 8 de junio de 2014
Serenidad, Valor, Sabiduria
Hace muchos años lei una oración que me viene muchas veces a la mente ante situaciones diversas de la vida.
"Señor Dios, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
Valor para cambiar las cosas que sí puedo
y sabiduría para conocer la diferencia"
En su momento pensé que era de Sto. Tomás Moro (le pega mucho, considerando su pensamiento), pero parece que es de un teólogo estadaounidense evangélico, Reinhold Niebuhr, que falleció en 1971. En cualquier caso, me parece una frase que deberíamos enmarcar en nuestra alma, e incluso quizás en una de nuestras paredes para recordarnos con frecuencia como afrontar situaciones que, mal elegidas, pueden llevarnos a la ansiedad o a la mediocridad. Porque si intentamos cambiar cosas que no podemos cambiar, que no dependen de nosotros, es posible que acabemos frustados, pensando que no hacemos bien las cosas, que nuestra tarea no tiene frutos ni, quizás, sentido. Pero si no cambiamos nada, ni siquiera lo que podemos fácilmente cambiar, habremos caído en un adocenamiento vital, en un conformismo que supone pactar con nuestra propia debilidad. Por eso es tan importante pedir a Dios que nos ilumine con su sabiduría, para que sepamos distinguir entre lo que podemos -y, en el fondo, sabemos que debemos- cambiar, y lo que no depende de nosotros, lo que está sujeto a otros factores que se nos escapan: la libertad de los demás, las circunstancias imprevisibles, los medios que no podemos conseguir, y un largo etcétera. Una idea nuclear del cristianismo es la lucha ascética, la tensión interior por ser mejores, por parecernos más a Jesús -nuestro único modelo-, aunque sepamos que es una meta imposible, a la que ni siquiera podemos tender con solo nuestras propias fuerzas. Ser más humildes, más generosos, más honestos, más optimismas, más diligentes, más laboriosos depende -casi siempre- de nosotros mismos; que los demás lo sean, casi siempre no. Podemos ayudarles, pero son ellos quienes toman las decisiones; no podemos responsabilizarnos de las conductas de otros, aunque dependen, de alguna manera, de nosotros mismos: familiares, colegas de trabajo, amigos... Serenidad, valor y sabiduría, tres actitudes vitales para afrontar tantas situaciones cotidianas que evitan la complacencia mediocre o a la ansiedad insoluble.
"Señor Dios, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
Valor para cambiar las cosas que sí puedo
y sabiduría para conocer la diferencia"
En su momento pensé que era de Sto. Tomás Moro (le pega mucho, considerando su pensamiento), pero parece que es de un teólogo estadaounidense evangélico, Reinhold Niebuhr, que falleció en 1971. En cualquier caso, me parece una frase que deberíamos enmarcar en nuestra alma, e incluso quizás en una de nuestras paredes para recordarnos con frecuencia como afrontar situaciones que, mal elegidas, pueden llevarnos a la ansiedad o a la mediocridad. Porque si intentamos cambiar cosas que no podemos cambiar, que no dependen de nosotros, es posible que acabemos frustados, pensando que no hacemos bien las cosas, que nuestra tarea no tiene frutos ni, quizás, sentido. Pero si no cambiamos nada, ni siquiera lo que podemos fácilmente cambiar, habremos caído en un adocenamiento vital, en un conformismo que supone pactar con nuestra propia debilidad. Por eso es tan importante pedir a Dios que nos ilumine con su sabiduría, para que sepamos distinguir entre lo que podemos -y, en el fondo, sabemos que debemos- cambiar, y lo que no depende de nosotros, lo que está sujeto a otros factores que se nos escapan: la libertad de los demás, las circunstancias imprevisibles, los medios que no podemos conseguir, y un largo etcétera. Una idea nuclear del cristianismo es la lucha ascética, la tensión interior por ser mejores, por parecernos más a Jesús -nuestro único modelo-, aunque sepamos que es una meta imposible, a la que ni siquiera podemos tender con solo nuestras propias fuerzas. Ser más humildes, más generosos, más honestos, más optimismas, más diligentes, más laboriosos depende -casi siempre- de nosotros mismos; que los demás lo sean, casi siempre no. Podemos ayudarles, pero son ellos quienes toman las decisiones; no podemos responsabilizarnos de las conductas de otros, aunque dependen, de alguna manera, de nosotros mismos: familiares, colegas de trabajo, amigos... Serenidad, valor y sabiduría, tres actitudes vitales para afrontar tantas situaciones cotidianas que evitan la complacencia mediocre o a la ansiedad insoluble.
domingo, 1 de junio de 2014
¿Quo Vadis Europa?
Al margen del socorrido comentario sobre la difícil extrapolación de los resultados de las elecciones europeas del pasado domingo a otras elecciones que el común de los electores considera "más serias", me parece que sería un error menospreciar lo ocurrido. No voy a añadir mucho a los sesudos comentarios que se han hecho estos días, pero realmente no deja de inquietar el enorme desgarro que se percibe en Europa. La falta de fe de los ciudadanos en el proyecto de cooperación trasnacional que hemos construido a lo largo de décadas y que no tiene precedente en la historia de la Humanidad.
Si bien las mayorías siguen favoreciendo la construcción de esa realidad multinacional, son también muy relevantes los grupos que, con un signo u otro, apuestan por la ruptura del sistema: privilegiar a los locales, echando a los inmigrantes o a otros europeos, cerrar las fronteras, recuperar el nacionalismo, poner patas arriba la economía... y un largo etcétera. No es fácil encontrar un denominar común, pues las tendencias en cada país parecen muy divergentes, pero me atrevo a indicar que lo común es la crítica a lo establecido, la deconstrucción de la realidad instituida, la utópica visión de que lo por-venir es mejor que lo realizado. Me pregunto si está fundamentado el desencanto de los ciudadanos europeos. Muchos dicen que sí, que las injusticias son tremendas, que la crisis ha arrasado a muchas personas, que es preciso empezar otra vez desde cero... Pero no olvidemos, que son las mismas palabras que han alumbrado los peores populismos del último siglo, desde el nazismo hasta la revolución rusa, la china, la cubana o la norcoreana... las demagogias que sumen en el caos a sociedades antaño razonablemente desarrolladas como la venezolana o -aunque espero que no se consume- la argentina.
Europa pierde la perspectiva de que, pese a los muchos problemas, a las muchas personas que están en una situación muy delicada, somos un continente privilegiado, sin duda el que disfruta de mayor libertad, de mayor estabilidad económica, de mejores servicios sociales del mundo (incluyo ahí también a Norteamerica, donde he vivido tres años). Ciertamente no somos ya los que lideramos el desarrollo industrial o tecnológico, pero sin duda no hay servicios sociales comparables a los europeos. Un ciudadano europeo en la peor de las situaciones -obviamente no se la deseo a nadie- es seguramente mucho más afortunado que uno africano, americano o asiático de clase modesta. Tendrá, con casi toda probabilidad, atención médica de calidad, educación para sus hijos, libertad de pensamiento y una sociedad que -pese a los crecientes egoísmos- en buena medida intentará protegerlo. Todo eso ocurre porque Europa es un continente que pese a sus defectos ha nacido y crecido con unos ideales de solidaridad, de desarrollo compartido, de derechos humanos, que no tienen parangón en el mundo: en pocas palabras porque ha sido -y todavía sustancialmente lo es- una sociedad cristiana. No podemos cerrarnos a eso. No sería justo arrancar nuestras raíces solo para dejarnos huérfanos de valores. Ciertamente es preciso seguir trabajando para aliviar las desigualdades en Europa, pero todavía es mucho lo que el modo de ser y de vivir europeo puede enseñar al mundo.
Si bien las mayorías siguen favoreciendo la construcción de esa realidad multinacional, son también muy relevantes los grupos que, con un signo u otro, apuestan por la ruptura del sistema: privilegiar a los locales, echando a los inmigrantes o a otros europeos, cerrar las fronteras, recuperar el nacionalismo, poner patas arriba la economía... y un largo etcétera. No es fácil encontrar un denominar común, pues las tendencias en cada país parecen muy divergentes, pero me atrevo a indicar que lo común es la crítica a lo establecido, la deconstrucción de la realidad instituida, la utópica visión de que lo por-venir es mejor que lo realizado. Me pregunto si está fundamentado el desencanto de los ciudadanos europeos. Muchos dicen que sí, que las injusticias son tremendas, que la crisis ha arrasado a muchas personas, que es preciso empezar otra vez desde cero... Pero no olvidemos, que son las mismas palabras que han alumbrado los peores populismos del último siglo, desde el nazismo hasta la revolución rusa, la china, la cubana o la norcoreana... las demagogias que sumen en el caos a sociedades antaño razonablemente desarrolladas como la venezolana o -aunque espero que no se consume- la argentina.
Europa pierde la perspectiva de que, pese a los muchos problemas, a las muchas personas que están en una situación muy delicada, somos un continente privilegiado, sin duda el que disfruta de mayor libertad, de mayor estabilidad económica, de mejores servicios sociales del mundo (incluyo ahí también a Norteamerica, donde he vivido tres años). Ciertamente no somos ya los que lideramos el desarrollo industrial o tecnológico, pero sin duda no hay servicios sociales comparables a los europeos. Un ciudadano europeo en la peor de las situaciones -obviamente no se la deseo a nadie- es seguramente mucho más afortunado que uno africano, americano o asiático de clase modesta. Tendrá, con casi toda probabilidad, atención médica de calidad, educación para sus hijos, libertad de pensamiento y una sociedad que -pese a los crecientes egoísmos- en buena medida intentará protegerlo. Todo eso ocurre porque Europa es un continente que pese a sus defectos ha nacido y crecido con unos ideales de solidaridad, de desarrollo compartido, de derechos humanos, que no tienen parangón en el mundo: en pocas palabras porque ha sido -y todavía sustancialmente lo es- una sociedad cristiana. No podemos cerrarnos a eso. No sería justo arrancar nuestras raíces solo para dejarnos huérfanos de valores. Ciertamente es preciso seguir trabajando para aliviar las desigualdades en Europa, pero todavía es mucho lo que el modo de ser y de vivir europeo puede enseñar al mundo.
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