domingo, 29 de enero de 2017

Recuperar el tiempo

Tengo un amigo que dice con cierta frecuencia que él quiere estar siempre “en tiempo real”, quizá para justificar su notable dependencia del móvil (debe consultarlo más de 100 veces diarias). No voy a explayarme ahora sobre la subordinación tecnológica que parece dominar cada vez a más estratos de la sociedad, hasta el punto de crear ansiedades y sumisiones propias de una patología. Me quiero más bien centrar hoy en el propio concepto del tiempo que manifiesta la frase de mi amigo. Estar “en tiempo real” parece que es una característica del momento en que vivimos donde todo se comunica al instante, donde no existe ni pasado ni futuro sino un permanente presente. Lo que ha ocurrido hace una hora ya es antiguo, lo que ocurrió ayer se ha perdido en la memoria. Nada es estable porque todo es efímero, como el aguacero que derrama una gran cantidad de agua sin calar la tierra y, por tanto, sin fecundarla. Cabalgamos en una vorágine temporal impropia de la condición humana que, como todo lo natural, está llamada a tener ciclos (periodos, estaciones), pausas que permitan captar lo que recibimos, entenderlo, hacerlo nuestro. Acabo de terminar un interesante libro del filósofo coreano
Byung-Chul Han que ha titulado “El aroma del tiempo”, con el significativo subtítulo de “Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse”, que expresa muy bien lo que quiero decir en los párrafos anteriores. Para este autor la civilización tecnológica presente borra el tiempo, porque borra la sucesión. Pero quien no considera el pasado o previene el futuro, no entiende lo que le pasa al presente. La tecnología nos brinda enormes posibilidades, pero también plantea muchos retos. Uno de los más significativos es el acortamiento del tiempo, hasta casi su eliminación. Dice el autor coreano: "Los intervalos son suprimidos en pos de una proximidad y simultaneidad totales. Se elimina cualquier distancia o lejanía. Se trata de hacer que todo esté a disposición aquí y ahora. La instantaneidad se convierte en pasión. Todo lo que no se puede hacer presente no existe. Todo tiene que estar presente" (p. 61).
Pero eso no es humano, porque no es natural. En la naturaleza hay estaciones, hay frutos en una época y no en otra, hay épocas frías, sin hojas, hay muerte otoñal, hay renacimiento primaveral, hay estío. Todo requiere su tiempo. Como bien dice el Eclesiastés, “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar…”. Si pretendemos eliminar el tiempo haciendo todo presente, rompiendo las interrupciones que separan unos eventos de otros, perdemos la perspectiva de las cosas, entramos en una aceleración vital que nos acabará agostando. En lugar de darnos plenitud, la eliminación del tiempo nos acaba empequeñeciendo, porque nos hace perder el control de nuestra propia vida. Como bien dice Byung-Chul Han: "Quien intenta vivir con más rapidez, también acaba muriendo más rápido. La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena (...) Una vida a toda velocidad, sin perdurabilidad ni lentitud, marcada por vivencias fugaces, repentinas y pasajeras, por más alta que sea la "cuota de vivencias" seguirá siendo una vida corta" (p. 57).
Necesitamos recuperar el sentido del tiempo, incluir en nuestra vida una visión más serena de nuestra actividad. El propio Han propone rescatar la vida contemplativa, que parece habernos robado el mundo trepidante en el que vivimos. No lo dice en su sentido religioso, pero en el fondo sí, ya que la contemplación siempre es espiritual. Recuperar el tiempo, desarrollar el espíritu están íntimamente ligados. Quien no contempla, no entiende lo que le pasa y no acertará a encauzar los acontecimientos. Tampoco podrá relacionarse con Dios. Es preciso pararse, volver sobre sí (reflexionar), mirar al interior.

sábado, 21 de enero de 2017

Sobre qué opinamos

Estuve ayer en una tertulia en casa de un buen amigo que organiza estos eventos desde hace algunos años. Me invitaron a hablar sobre el Cambio climático. La asistencia me sorprendió. Se vé que este amigo tiene muchos y buenos amigos, que convirtieron el evento en una agradable experiencia, mucho más nutrida de lo que pensaba inicialmente y con un ambiente excelente.
Intenté exponer los conocimientos cientificos que sobre esta cuestión existen actualmente, mostrando con diversas fuentes que considero de completa confianza (centros meteorológicos de EE.UU. y Europa, NASA, ESA, revistas científicas de indudable reputación), que se trata de un asunto serio, donde las convergencias son cada vez más claras y los impactos previsibles muy poco halagüeños. Requiere a mi juicio, por tanto, tomar medidas más contundentes para mitigar la principal causa de ese calentamiento del planeta, reduciendo la emisión de gases de efecto invernadero y potenciando a la vez los sumideros naturales (bosques y océano).
https://www.nasa.gov
No voy a resumir la larga discusión que tuvimos tras mi intervención. Simplemente me llamó la atención como, tras los abundantes datos que ofrecí a los asistentes, seguía habiendo algunas personas -afortunadamente una minoría- que desconfiaba de todo lo que les había dicho: seguían pensando que el cambio del clima no es significativo o que no se debe a causas humanas, o que no hay necesidad de tomar medidas porque ya somos lo suficientemente listos para arreglar el problema cuando se ponga más serio. Me llamó la atención que los que dudaban de la existencia del problema o de su seriedad usaban argumentos que poco tenían que ver con los que yo había presentado, escudándose en desinformaciones de los medios (ciertamente muy poco certeros cuando hablan de temas científicos), o en fuentes de dudosa confianza, o incluso en la famosa teoría de la conspiración izquierdosa-ecologista-masona que pensé era un argumento encerrado en el baúl de los recuerdos.
Ciertamente todas las opiniones son respetables y todo el conocimiento científico está sujeto a la revisión de los nuevos datos o nuevas interpretaciones congruentes con ellos, pero poner en el mismo plano a los especialistas que dedican la mayor parte de su tiempo y energías a estudiar estas cosas a fondo y a quienes disfrutan con comentarios de pasillo, me parece que no ayuda nada al debate sobre cuestiones fundamentales: cambio climático, células madre, biotecnologia, transhumanismo, energía, inmigación, etc.
Escribo esta entrada no tanto por la cuestión en sí -que es indudablemente relevante- sino porque me parece que se trata de una tendencia bastante extendida en esta "sociedad de la información". El acceso a la información en internet es una estupenda realidad, pero no es fácil discernir bien las fuentes. Uno puede encontrar opiniones dispares sobre cualquier asunto, pero no puede fiarse obviamente de todo lo que se "cuelga" en la red. Hay análisis basados en fuentes serias, en otras menos serias y en otras que no merecen más crédito que el anecdótico. Naturalmente cuando uno no es experto en algo, lo mejor es fiarse de los que lo son, o al menos de quienes trabajan en instituciones de prestigio o tienen como misión el trabajo en esa determinada cuestión. Sobre el cambio climático la información es bastante abrumadora y la proveniente de esas fuentes fiables (centros meteorológicos, universidades de primera nivel, revistas de alto impacto, academias de la ciencia,...) apuntan claramente en la misma dirección.

domingo, 15 de enero de 2017

¿Para qué sirve rezar?

Hace años leí una noticia en el periódico que resultó muy llamativa. Una señora, licenciada en Filosofía y Letras y con amplia cultura según se informaba, alquilaba su tiempo para conversar sobre los tópicos más variados con quien tuviera necesidad de compañía. El artículo aclaraba que esas conversaciones no tenían otras finalidades más o menos inconfesables, sino que eran, simplemente, citas para charlar. Me pareció preocupante que estemos creando una sociedad donde acabemos estando tan solos que sea necesario contratar a alguien para que nos escuchen.
Los cristianos no tenemos esa necesidad, porque tenemos a Alguien, con mayúscula, que siempre está esperando que nos dirijamos a Él, que siempre está dispuesto a atender nuestra conversación. En la recogida quietud de una iglesia, en un paisaje excelso o en el fragor cotidiano de un medio de transporte está Dios esperándonos, siempre dispuesto a escuchar nuestras alegrías, inquietudes o preocupaciones. Eso es precisamente la oración.
La vida cristiana no se queda en un reconocimiento más o menos vago de que existe un Ser Superior, sino que se concreta en un trato personal, de amor, de amistad, con una Persona. Dios no es un ser lejano, que contempla con indiferencia nuestros afanes, sino un Padre amoroso, que sale a nuestro encuentro, que está deseando transitar junto a nosotros el camino de la vida. Cuando los discípulos de Jesucristo le piden que les enseñe a hacer oración, les propone tratar a Dios como un Padre, con confianza, como hijos queridos. Se trata de la oración por excelencia del cristianismo y supone una radical novedad en el trato que los contemporáneos de Jesús tenían con Dios, de ahí que tanto impacto causara sobre los discípulos. Las religiones antiguas concebían a Dios como un Ser Todopoderoso, absolutamente inaccesible y frecuentemente furioso con los hombres, por lo que convenía ofrecerle oblaciones que aplacasen su ira. La meta del cristiano es amar a Dios, que por ser infinito colma nuestra capacidad de amar.
Pero ¿cómo podemos amar a Dios, a quien no vemos? De la misma forma que lo hacemos con cualquier criatura, mediante el trato. El trato con Dios se basa en la oración, que no es otra cosa que un amoroso diálogo entre nosotros y el Creador. Diálogo porque hablamos, pero también porque escuchamos. Hablamos de mil formas, pues son muy numerosas las formas de hacer oración. Escuchamos también de muchas maneras, pues Dios nos habla al corazón, sin ruido de palabras, pidiéndonos, sugiriéndonos, estimulándonos, consolándonos. Sin oración, la vida del cristiano quedaría reducida a un conjunto de prácticas externas que no tendrían armazón.

domingo, 8 de enero de 2017

¿Dónde está la alegría?

Cuando estaba acabando mis estudios de bachillerato, hace ya bastantes años, cayó en mis manos la novela de Miguel Delibes “La sombra del ciprés es alargada”, ganadora del premio Nadal en 1947. Su lectura me resultó fascinante, aunque apenas recuerdo ahora los pormenores de la historia que narra el gran escritor castellano. Sí recuerdo dos detalles que me impactaron. Por un lado, me llamó la atención que una obra tan madura saliera de la pluma de un escritor tan joven. Recordemos que esa fue la primera novela de Delibes, que tenía en ese momento 27 años. En segundo lugar, me llamó la atención el tono pesimista que parecía impregnar la obra (el protagonista parece tocado por una permanente desgracia), sobre todo teniendo en cuenta precisamente que había sido escrita por un autor tan joven.
Tuve la suerte de criarme en un hogar humilde pero muy entrañable, donde mis padres se querían profundamente y nos mostraban ese mismo cariño. Tuve una infancia sencilla, con medios económicos muy limitados, pero nada problemática, en un ambiente social y cultural que concebía la vida con un carácter generalmente esperanzado, por lo que en esos primeros años de mi adolescencia toparme con historias de final infeliz me resultaba un tanto desconcertante. Con el paso de los años, he podido comprobar que la vida tiene más sinsabores de los que uno aprecia en una infancia pacífica, aunque tantas veces se magnifiquen por una sociedad que parece regodearse más con las malas que con las buenas noticias. Esa visión pesimista me parece que resulta especialmente clara en los intelectuales de Occidente, que dejan entrever en sus obras una visión desesperanzada, como la que observé en esa primera novela de Delibes. Podemos poner muchos ejemplos (novelas, ensayos, películas, teatro…) de esa visión pesimista que parece dominar una cultura que históricamente ha sido la más fructífera de la Humanidad. ¿A qué es debido eso? ¿Por qué nos empeñamos en enfatizar los puntos oscuros de la condición humana frente a sus muchas bondades?
En mi opinión está actitud no es un consecuencia de que nuestra sociedad sea conflictiva en sí misma. Naturalmente que hay problemas laborales, económicos y humanos muy variados, pero sería injusto atribuirles la causa de la desesperanza de Occidente. No hemos de olvidar que, con cualquier indicador que elijamos, podemos afirmar que la sociedad occidental vive en la época con más medios económicos y mayor protección social (educación, sanidad, desempleo) que ha conocido la Historia. Si se miran esos indicadores en cualquier otra área cultural actual (o del pasado histórico), no parece objetiva esa visión desesperanzada. Me parece que más bien es fruto de que Occidente ha perdido la confianza en sus valores, en su capacidad de promover el progreso y se dejado llevar por los profetas del nihilismo que desde la Ilustración han criticado inmisericordemente sus cimientos, sus logros y sus fortalezas, no aportando nada a cambio.
Sin ánimo de extenderme en el análisis de este fenómeno cultural tan complejo, estoy bastante convencido de que este pesimismo “de fondo” que ahoga la sociedad occidental es fruto de su pérdida de la visión cristiana de la vida, del rechazo de Dios en un mundo que ya no lo considera necesario, quizá precisamente porque tiene su esperanza puesta en los medios materiales de que disfruta. Pero como lo material por definición es efímero, la esperanza de Occidente tiene un corto recorrido y se pierde fácilmente. Se confirma que cuanto más intentamos prescindir de Dios, más se evidencia su necesidad. Perder la fe en Dios genera un vacío existencial que no se llena con bienes materiales o con ideales más o menos difusos. Se pierde la esperanza y se intenta generar un paraíso en la tierra que nunca acaba de llegar, porque es utópico. Con la esperanza se pierde el optimismo y la alegría ante el futuro, domina una cultura sin convicciones que no propone nada porque no está convencida de nada. Perder la fe en Dios tampoco supone engrandecer al ser humano, como pretendían hacernos creer los partidarios de un laicismo supuestamente humanista, sino más bien al contrario.
Me parece muy preocupante esa tendencia cultural a un pesimismo que podemos llamar trascendental, porque va más allá de lo anecdótico y no se reduce a unos sectores sino que está muy generalizado. Ahora bien, no estamos obligados a aceptar esa visión negativa, ni desde luego a permitir que acongoje nuestra vida. Podemos hacer muchas cosas para buscar escenarios alternativos. Si la causa de ese pesimismo de Occidente es su pérdida de la Fe, hagamos lo que esté en nuestra mano para que al menos empiece a recuperarla. Es tarea de todos porque todos estamos inmersos en esta sociedad, que por otra parte tiene tantas cosas estupendas. El reto es muy ambicioso, pues me parece que no se trata de restaurar, sino de proponer algo nuevo. Vivimos en una sociedad post-cristiana, que es consciente de sus carencias e intenta paliarlas acudiendo al consumismo, al neopaganismo o a las tradiciones orientales. Como dice uno de los primeros cardenales africanos de la Iglesia católica: "En el mundo posmoderno Dios se ha convertido en una hipótesis superflua, cada vez más alejada de las distintas esferas de la vida." (Sarah, 2015). El cristianismo se considera para muchos agotado, carente de soluciones. Ahí está nuestro reto. Quienes procuramos acompañar a Jesucristo en los caminos del s. XXI tenemos la responsabilidad de mostrarle como Camino, Verdad y Vida. Cada uno puede poner su ingenio al servicio de esa tarea, aunque nuestro principal cometido es revelar a Jesús con nuestra vida. Mostrar la alegría y la esperanza que proclamamos. De ahí vendrá luego el diálogo, porque muchos nos pedirán “razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3: 15), y tan sólo bastará mostrarles el rostro amable de Jesús, para que ellos mismos se acerquen a Él. Me parece que el mejor argumento para proponer el encuentro con Cristo a quien se sienta muy alejado es el que recoge el Evangelio de san Juan: “Ven y verás” (Jn 1:46).