domingo, 25 de enero de 2015

Valer y valor

Hace unos días tuve una entrevista con un empresario a quien pensaba plantear su apoyo al proyecto editorial que estoy promoviendo. Nos había concertado la cita un amigo común que además estuvo con nosotros en la conversación. Si se me permite asincerarme con el lector anónimo de este blog, para mi la editorial es una forma de proyectar mis inquietudes culturales hacia otras personas, pero también soy consciente de que cualquier proyecto que requiera medios económicos tiene que tener detras de sí un cierto plan de negocio. Por mi orientación universitaria y por mi carácter, me reconozco bastante inexperto en el mundo empresarial, asi que me parece razonable pedir asesoramiento a personas que conocen mejor cómo sacar adelante una empresa, pues mi proyecto sólo será viable si al menos tiene una cierta sustentabilidad económica.
En estos pensamientos estaba cuando me presentaron al empresario antes mencionado. Mi idea era comentarle mi proyecto, los libros que tenemos publicados, la orientación general de los mismos, su enfoque, los temas que cubrimos... Pensaba ver en qué medida esta persona podría sintonizar con la idea, que le resultara sugerente el proyecto y, en esa medida, colaborar con el mismo desde su experiencia empresarial. No recuerdo cuánto tiempo pude hablar de este asunto, pero creo que no llegó a 3 minutos. Intenté hilar la conversación, pero tras esos pocos minutos, esta persona me preguntó: ¿Y cuál es tu facturación anual? No sé si hizo esfuerzos para no reirse, pero hay que decir -en honor a la verdad- que no lo hizo. Después vino la pregunta sobre mi nicho de mercado, seguido de una larga perorata sobre la importancia de tenerlo, sobre lo poco que se lee en este país, sobre el tipo de libros que le gusta a la gente, etc. En fin, no voy a seguir con el relato, pero ya habrá concluido el lector avezado que salí de allí con muy poco entusiasmo. En suma, tuve la impresión de que en lugar de ayudarme a plantear la viabilidad económica de la editorial estaba convenciéndome para que la cambiara.
Vivimos en una sociedad que casi todo lo valora en términos económicos: tanto tienes, tanto vales. No importa si lo que haces es interesante, aporta algo relevante a la sociedad o simplemente te hace feliz. Lo importante es cuánto vale, haciéndolo equivalente a cuál es su rendimiento económico. Si te pagan dos millones de euros al año por pegar patadas a una pelota, entonces ese trabajo es mucho más importante que el de salvar vidas humanas, que se paga a algo menos de veinte mil. ¿De dónde hemos sacado tan estrafalaria concepción? ¿De dónde ha venido la absurda idea de que el valor de las cosas la marca el mercado, lo que la gente está dispuesta a pagar por ellas?  La común expresión: "¿esto cuánto vale?" puede aplicarse a unas patatas o una sartén, pero no puede aplicarse a otras muchas cosas en esta vida, como un trabajo, un entorno natural, o una obra creativa... Podemos ponerle precio, valor económico a las cosas, pero su valor está mucho más allá y tantas veces es incuantificable
. Mientras sigamos midiendo todo por la regla de la economía, me temo que seguiremos anclados a un materialismo que no hace más que deteriorarnos. Los bienes son necesarios, los que son necesarios, pero no dejan de ser medios para otras cosas mucho más importantes, que no van a cotizar nunca en bolsa.

domingo, 18 de enero de 2015

La unidad de los cristianos

Iniciamos esta semana el octavario por la unidad de los cristianos, iniciativa protestante a la que se sumó hace varias décadas la Iglesia católica y otras iglesias cristianas orientales. Son unos días para pedir al mismo Jesús, en quien todos los cristianos creemos, que llegue pronto la unidad visible de la Iglesia, por la que El mismo pidió tantas veces: "Que todos sean Uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17: 21). No se trata solo de reparar el escándalo de la separación entre personas que reconocemos al mismo Dios (todos los creyentes, en el fondo, creeemos en el mismo Dios) y Señor Jesucristo (todos los cristianos lo reconocemos como tal), sino de dar un nuevo testimonio al mundo sobre el verdadero papel del cristianismo, inspirador de los mejores valores que hacen al ser humano mas digno de serlo. Por encima de los errores históricos de quienes se han llamado cristianos, y de los que ahora nos llamamos, es tarea nuestra desvelar a los no creyentes, y a los creyentes de otras religiones, el verdadero rostro de Jesus, como el mismo afirma, continuando el versículo antes citado: "... que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17: 21).
Frente a los pesimistas, conviene recordar que se han dado muchos pasos hacia la plena unidad de la Iglesia en las últimas décadas: conversaciones de Malinas, fundación del consejo ecuménico de las Iglesias, Monasterio de Chevetagne, comunidad de Taizé, la Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, el encuentro de Pablo VI con el patriarca Atenágoras en Jerusalén, las visitas de Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco a países de mayoría ortodoxa... En el plano teológico, ha habido declaraciones conjuntas de católicos con ortodoxos, anglicanos y luteranos. Un rama de los armenios ha decidido volver a la Iglesia católica y muchos anglicanos han utilizado la vía del ordinarirato para reintegrarse en la Iglesia, ambos manteniendo sus tradiciones litúrgicas. Se reconoce que todos podemos aprender de otros cristianos, que todos cuentan con la asistencia del Espíritu Santo...
Estas semanas he estado revisando diversas obras de la literatura rusa de los dos últimos siglos. Tal vez diga algo obvio, pero el tremendo influjo que el comunismo tuvo en ese país me parece que está detrás de la desconfianza que parece todavía les profesamos, pero conviene recordar quienes son Tolstoy, Dostoievsky, Pushkin, Chejov, por no citar a los más recientes premios Nobel Pasternak y  Solzhenitsyn, para darse cuenta que Europa debe mucho a Rusia, que la cultura occidental, y particularmente el cristianismo, debe mucho a la oriental, que la Iglesia necesita los dos pulmones para respirar bien, como decía San Juan Pablo II, el papa eslavo a quien podemos poner como intercesor del milagro de la unidad que todos ansiamos.

domingo, 11 de enero de 2015

La alegría de no tener

http://enpositivo.com/
Hace varios años tuvimos en mi departamento un estudiante eslovaco que había conseguido una beca de intercambio en España. El bueno de Eric, así se llamaba, estaba acabando ingeniería forestal. Entre otras cosas que sobresalían de su carácter, me llamó la atención su espíritu optimista, que le llevaba a aceptar con gran entusiasmo las limitaciones materiales del trabajo que estaba desempeñando: todo le parecía estupendo. No sé si era por optimismo vital o porque procedía de una tierra de menor abundancia, pero a todos nos sorprendía esa actitud porque resulta poco frecuente en nuestra sociedad. Nuestros estudiantes provienen de familias con rentas suficientes como para haber recibido numerosos caprichos a lo largo de su vida. Si se dispone de todo lo que se anhela cuando uno tiene cinco, ocho o catorce años, no es difícil comprender qué ocurrirá cuando cumplir esas expectativas deja de ser posible, cuando se tropieza uno con la cotidiana sensación de que nuestra vida tiene limitaciones materiales. Al contacto con personas de recursos muy modestos, que suplen con ingenio las carencias del entorno profesional donde se mueven, me viene a la cabeza el embotamiento espiritual e intelectual que supone tantas veces la abundancia de recursos, el afán por poseer objetos que acabamos desechando a las pocas semanas, después de habernos previamente autoconvencido de su carácter poco menos que imprescindible. Lo acabamos de ver en estos días donde las festividades navideñas se utilizan para el despilfarro, olvidando precisamente cuál es su origen: Jesús quiso nacer pobre, en una cueva de pastores, precisamente para mostrarnos que lo importante no es el entorno material en el que te muevas, sino el cariño de la gente que te acompaña.  La preocupación desmedida por tener, no solo supone un consumo supérfluo inversión, sino una sumisión a los medios publicitarios para que pasemos a considerar como imprescindible para nuestras vidas algo que nunca antes habíamos echado en falta.
No estoy diciendo que los bienes materiales sean en sí malos, que tener cosas deteriore necesariamente al ser humano y que el ideal de vida sea vivir en medio del desierto. A lo largo de la historia del cristianismo, ha habido hombres y mujeres que se han visto llamados a ese tipo de vida, ya sea en soledad o en comunidades monásticas. Quién sienta ese impulso interior a abandonarlo todo puede tener en esos ejemplos un buen modelo a imitar. Sin embargo, la mayor parte de los seres humanos no vivimos en un monasterio, sino que estamos inmersos en un mundo que requiere utilizar bienes materiales, para alimentarnos, para cobijarnos, para transportarnos o para educarnos. Lo importante es que ese uso no sea una finalidad en sí mismo, que no pongamos como objetivo la posesión, que usemos lo que necesitemos usar, evitando lo superfluo. Dice un amigo mío, con bastante sorna, que “el dinero no da la felicidad, sino que es la felicidad”. No lo dice muy en serio, pues él mismo lleva una vida bastante sobria. A poco que hayamos experimentado la decepción de conseguir algo muy anhelado, que poco después de tenerlo deja ya de interesarnos, podemos reflexionar sobre la diferencia entre tener cosas y ser feliz. Creo que tenemos que repetirnoslo a nosotros mismos más a menudo, cuando nos asedia el reclamo de tantos bienes que están a nuestra disposición, que podemos de hecho comprar, pero que a la larga seguramente nos hacen daño, porque nos hacen más comodones, más egoístas, más preocupados de cosas que, en realidad, no dan la alegría. No se trata sólo de que ese consumo influya indirectamente en que otros carezcan de bienes mucho más elementales, ni siquiera del impacto que un consumo desacerbado tiene sobre el equilibrio del planeta, con ser ambas razones de mucho peso, sino sobre todo de que esa posesión nos deteriora como personas, nos hace menos libres. Dejamos de tener cosas para que las cosas nos tengan a nosotros, al poner nuestro corazón, nuestros afanes, en tener más, en lugar de en ser más.

domingo, 4 de enero de 2015

Educar con el cine

Vivimos en una sociedad visual, rodeados de pantallas en nuestros lugares de trabajo, de ocio o de esparcimiento. Paralelamente a este predominio de la imagen, se pierde la influencia de la letra escrita: nos cuesta leer mucho más que ver. Antes se decía con cierta frecuencia: la película está bien, pero me gustó más el libro; ahora no estoy seguro de que muchos hayan leído el libro de una determinada película que les haya gustado, y muchos menos lo habrán leído antes.
Naturalmente el cine está tan cargado de ideas como la literatura, pues no deja de ser literatura filmada: no creo que exista una buena película sin un buen guión, aunque ciertamente hay películas muy atractivas que destacan más por los efectos visuales que por la hondura del contenido (me viene ahora a la mente Avatar, que -pese a todo- me sigue pareciendo muy atractiva).
Puesto que es interesante analizar todo lo que nos influye, el cine se ha convertido en motivo frecuente de reflexión y campo idóneo para la crítica. Una película puede dar para horas de pensamiento y diálogo, para compartir valores o para discutirlos. Por tanto, también es un recurso excelente para el aprendizaje. Este es el objetivo del libro que acaba de publicar María Angeles Almacellas en la editorial Digital Reasons. Se títula: Seguir Educando con el Cine, y presenta una magnífica selección de películas que pueden utilizarse para presentar distintos valores de interés educativo. La autora recoge una introducción sobre el enfoque del análisis, para luego presentar una ficha de cada película con las ideas de fondo y unos recursos para la discusión. Altamente recomendable.