Hace unos años estuve en un congreso sobre incendios forestales en Creta. Me sorprendió que en ese congreso se invitara a la ceremonia inaugural al obispo local, que presidió el acto y dirigió unas palabras. Me preguntaba yo qué sentido tenía que el buen hombre hablara de un tema que aparentemente le resultaba tan extraño, pero según me comentaron era la costumbre del país. No sé hasta qué punto se mantiene ahora esa costumbre, pero me parece un buen ejemplo de suceso que afortunadamente se ha superado en otros países occidentales, pues no me parece razonable que un líder religioso, por el hecho de serlo, tenga un papel relevante en un evento que no es de su competencia.
Entre ese extremo y el que pretende reducir toda manifestación religiosa al ámbito exclusivamente privado, como parecen abogar muchos ideólogos del laicismo beligerante, hay puntos intermedios que son perfectamente compatibles con la laicidad bien entendida. En nombre del estado laico se justifica eliminar símbolos religiosos de centros públicos, actos religiosos asociados a la vida social (bautizos, bodas, funerales), o subvenciones a entidades sociales de vinculación religiosa. Con la misma base, se obvia el papel cultural de la Iglesia, se critican las declaraciones de sus líderes –bajo la sospecha de tener contenido político- o se pretende apartarla de la enseñanza y la asistencia hospitalaria.
Conviene recordar que nuestra constitución no define un estado laico, sino un estado no confesional, que es un asunto muy distinto. No es lo mismo que un estado no defienda un equipo determinado de fútbol, por ejemplo, a que persiga el ejercicio de ese deporte, o simplemente ignore el interés que sus ciudadanos le profesan. De hecho, nuestra constitución indica textualmente que: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (Art. 16.3). En definitiva, nuestro principal texto legislativo indica que ninguna confesión religiosa será propia del estado (al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en la mayor parte de los países musulmanes), pero no se señala que el estado haya de suprimir cualquier manifestación religiosa; es más, se reconoce específicamente el papel preeminente de la Iglesia católica en la sociedad española, lo que supone mantener con ella relaciones cordiales y de colaboración, sin desdeñar a otras confesiones religiosas.
Para un cristiano, que el estado no sea confesional no sólo es perfectamente admisible, sino que resulta deseable, ya que la unión entre poder político y religión casi siempre ha perjudicado, a medio o largo plazo, a ésta. Ahora bien, que el estado no sea confesional no quiere decir que se enfrente a las instituciones religiosas que en ese territorio actúan, sino más bien esperaríamos que se mantuviera neutral ante ellas. ¿El estado tiene que subvencionar unas clases de religión, por ejemplo? Sí, siempre que lo pidan sus ciudadanos, igual que subvenciona unas clases de gimnasia, inglés o matemáticas, porque la religión es, cuando menos, un fenómeno cultural que resulta tan importante en la formación de un adolescente como cualquier otra materia. Otra cosa es el enfoque que tenga esa formación religiosa, que puede legítimamente solicitarse sea más cultural que catequética, y eso tendrán que evaluarlo los expertos en cuestiones pedagógicas, a la luz de la tradición educativa de un determinado país. De igual forma, la subvención del Estado a colegios, hospitales u ONGs dirigidas por instituciones de la Iglesia es tan admisible como que financie a cualquier otra institución que mantenga esas mismas labores de interés social, en similares condiciones de competencia y calidad.
Otra cosa es la subvención directa a la Iglesia, a través de una parte de los impuestos de aquellos contribuyentes que así lo decidan. Curiosamente una persona no católica puede negarse a financiar a la Iglesia (evitando marcar la casilla correspondiente en su declaración de impuestos), pero una persona que no le guste el cine, el deporte o la política no puede hacer lo mismo, y no le queda más remedio que contribuir con sus impuestos a esos gastos. Eso, a mi juicio, no implica una relación de neutralidad.
En cuanto a las declaraciones públicas de los líderes religiosos, no veo por qué suponen escándalo para algunos, pues les deberían parecer tan respetables como las de cualquier ciudadano, que en uso de la libertad de expresión propone las soluciones que estima más convenientes para los problemas que vive el país. ¿Por qué la declaración de un obispo sobre un tema con implicaciones políticas es menos legítima que la de un ecologista? Cuando habla un obispo, por ejemplo, habla bajo la convicción de que el planteamiento que defiende será beneficioso para todos los que le escuchen, no necesariamente solo para los católicos, igual que un líder ecologista aboga por una cierta decisión porque está convencido de que sus implicaciones ambientales serán buenas; no habla sólo a los ecologistas, sino a todos los ciudadanos, ya que el medio ambiente afecta a todos los ciudadanos, igual que afecta el medio moral. Lo importante es que ni uno ni otro impongan ese planteamiento, pero no hay que escandalizarse porque lo defiendan, incluso con la vehemencia verbal que –dentro de una lógica cortesía con las opiniones contrarias- consideren oportuna. En todo caso la intervención de un líder religioso o ecologista, por seguir con la misma comparación, serían criticables por sus propios correligionarios, si consideraran que no es propio manifestar opiniones en temas distintos a los que representan. Pero no parece muy razonable que los critiquen quienes, en cualquier caso, se consideran públicamente ateos o no ecologistas, pues no les van a prestar demasiada atención. Umberto Eco, sin apartarse de su planteamiento agnóstico, es bien claro en este sentido: "Cuando una autoridad religiosa cualquiera, de una confesión cualquiera, se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle este derecho; pueden estar o no de acuerdo con su posición, pero no tienen razón alguna para negarle el derecho a expresaría, incluso si se manifiesta como critica al modo de vivir de los no creyentes. El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohíben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten" (Eco y Martini, 1995: 50).
De acuerdo con Eco, si bien en algunos temas esa frontera no es fácil de establecer. Por ejemplo, si estamos convencidos de que un feto es un ser humano, oponerse al aborto, pese a que sea legal, no es una forma de intolerancia, sino consecuencia de un principio básico de defensa de la vida, lo cual afecta a lo más profundo de la conciencia social.Las leyes injustas se cambian a través de la presión social de grupos convencidos de que hay mejores alternativas.
En este sentido, me parece relevante mostrar el paralelismo que existe sobre la actitud de la Iglesia en la defensa de la vida humana, desde su inicio hasta su fin natural, y la que mantuvo en la cuestión racial, especialmente en EE.UU., donde fue líder –junto a otras confesiones cristianas- en el movimiento abolicionista. Con motivo de las elecciones presidenciales de 2004, varios obispos norteamericanos criticaron públicamente la actitud de determinados políticos pro-abortistas, indicando que no parecía congruente que mantuvieran esas posturas declarándose públicamente católicos. Ante el escándalo que mostraron los medios de comunicación “liberales”, que definieron esa posicion como “inquisidora”, conviene recordar que ese mismo planteamiento se tuvo por varios obispos en los años sesenta, con objeto de evitar que algunos políticos católicos fomentaran el segregacionismo racial. De hecho, en abril de 1962, el arzobispo católico de New Orleans, Joseph Rummel, excomulgó a tres políticos católicos por favorecer la segregación racial en las escuelas, oponiéndose a los esfuerzos del obispado para que niños de distintas razas pudieran estar en los mismos colegios . Estos políticos alegaban en sus posturas racistas argumentos de conciencia y de opinión pública, exactamente igual que ahora otros mantienen posturas favorables o tibias frente al aborto. Lo curioso del caso es que la actitud firme del obispo mereció entonces los elogios de la prensa más liberal, que ahora critica actitudes similares. El New York Times, por ejemplo, publicó entonces en su editorial: “Saludamos al arzobispo católico. Ha demostrado un ejemplo fundado en un principio religioso que responde a la conciencia social de nuestro tiempo”. Parece que algunos han olvidado que en temas éticos que afectan a la vida humana, el debate ética dista mucho aún de estar cerrado.
Entre ese extremo y el que pretende reducir toda manifestación religiosa al ámbito exclusivamente privado, como parecen abogar muchos ideólogos del laicismo beligerante, hay puntos intermedios que son perfectamente compatibles con la laicidad bien entendida. En nombre del estado laico se justifica eliminar símbolos religiosos de centros públicos, actos religiosos asociados a la vida social (bautizos, bodas, funerales), o subvenciones a entidades sociales de vinculación religiosa. Con la misma base, se obvia el papel cultural de la Iglesia, se critican las declaraciones de sus líderes –bajo la sospecha de tener contenido político- o se pretende apartarla de la enseñanza y la asistencia hospitalaria.
Caricatura de lo que algunos entienden por estado "laico" |
Para un cristiano, que el estado no sea confesional no sólo es perfectamente admisible, sino que resulta deseable, ya que la unión entre poder político y religión casi siempre ha perjudicado, a medio o largo plazo, a ésta. Ahora bien, que el estado no sea confesional no quiere decir que se enfrente a las instituciones religiosas que en ese territorio actúan, sino más bien esperaríamos que se mantuviera neutral ante ellas. ¿El estado tiene que subvencionar unas clases de religión, por ejemplo? Sí, siempre que lo pidan sus ciudadanos, igual que subvenciona unas clases de gimnasia, inglés o matemáticas, porque la religión es, cuando menos, un fenómeno cultural que resulta tan importante en la formación de un adolescente como cualquier otra materia. Otra cosa es el enfoque que tenga esa formación religiosa, que puede legítimamente solicitarse sea más cultural que catequética, y eso tendrán que evaluarlo los expertos en cuestiones pedagógicas, a la luz de la tradición educativa de un determinado país. De igual forma, la subvención del Estado a colegios, hospitales u ONGs dirigidas por instituciones de la Iglesia es tan admisible como que financie a cualquier otra institución que mantenga esas mismas labores de interés social, en similares condiciones de competencia y calidad.
Otra cosa es la subvención directa a la Iglesia, a través de una parte de los impuestos de aquellos contribuyentes que así lo decidan. Curiosamente una persona no católica puede negarse a financiar a la Iglesia (evitando marcar la casilla correspondiente en su declaración de impuestos), pero una persona que no le guste el cine, el deporte o la política no puede hacer lo mismo, y no le queda más remedio que contribuir con sus impuestos a esos gastos. Eso, a mi juicio, no implica una relación de neutralidad.
En cuanto a las declaraciones públicas de los líderes religiosos, no veo por qué suponen escándalo para algunos, pues les deberían parecer tan respetables como las de cualquier ciudadano, que en uso de la libertad de expresión propone las soluciones que estima más convenientes para los problemas que vive el país. ¿Por qué la declaración de un obispo sobre un tema con implicaciones políticas es menos legítima que la de un ecologista? Cuando habla un obispo, por ejemplo, habla bajo la convicción de que el planteamiento que defiende será beneficioso para todos los que le escuchen, no necesariamente solo para los católicos, igual que un líder ecologista aboga por una cierta decisión porque está convencido de que sus implicaciones ambientales serán buenas; no habla sólo a los ecologistas, sino a todos los ciudadanos, ya que el medio ambiente afecta a todos los ciudadanos, igual que afecta el medio moral. Lo importante es que ni uno ni otro impongan ese planteamiento, pero no hay que escandalizarse porque lo defiendan, incluso con la vehemencia verbal que –dentro de una lógica cortesía con las opiniones contrarias- consideren oportuna. En todo caso la intervención de un líder religioso o ecologista, por seguir con la misma comparación, serían criticables por sus propios correligionarios, si consideraran que no es propio manifestar opiniones en temas distintos a los que representan. Pero no parece muy razonable que los critiquen quienes, en cualquier caso, se consideran públicamente ateos o no ecologistas, pues no les van a prestar demasiada atención. Umberto Eco, sin apartarse de su planteamiento agnóstico, es bien claro en este sentido: "Cuando una autoridad religiosa cualquiera, de una confesión cualquiera, se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle este derecho; pueden estar o no de acuerdo con su posición, pero no tienen razón alguna para negarle el derecho a expresaría, incluso si se manifiesta como critica al modo de vivir de los no creyentes. El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohíben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten" (Eco y Martini, 1995: 50).
De acuerdo con Eco, si bien en algunos temas esa frontera no es fácil de establecer. Por ejemplo, si estamos convencidos de que un feto es un ser humano, oponerse al aborto, pese a que sea legal, no es una forma de intolerancia, sino consecuencia de un principio básico de defensa de la vida, lo cual afecta a lo más profundo de la conciencia social.Las leyes injustas se cambian a través de la presión social de grupos convencidos de que hay mejores alternativas.
En este sentido, me parece relevante mostrar el paralelismo que existe sobre la actitud de la Iglesia en la defensa de la vida humana, desde su inicio hasta su fin natural, y la que mantuvo en la cuestión racial, especialmente en EE.UU., donde fue líder –junto a otras confesiones cristianas- en el movimiento abolicionista. Con motivo de las elecciones presidenciales de 2004, varios obispos norteamericanos criticaron públicamente la actitud de determinados políticos pro-abortistas, indicando que no parecía congruente que mantuvieran esas posturas declarándose públicamente católicos. Ante el escándalo que mostraron los medios de comunicación “liberales”, que definieron esa posicion como “inquisidora”, conviene recordar que ese mismo planteamiento se tuvo por varios obispos en los años sesenta, con objeto de evitar que algunos políticos católicos fomentaran el segregacionismo racial. De hecho, en abril de 1962, el arzobispo católico de New Orleans, Joseph Rummel, excomulgó a tres políticos católicos por favorecer la segregación racial en las escuelas, oponiéndose a los esfuerzos del obispado para que niños de distintas razas pudieran estar en los mismos colegios . Estos políticos alegaban en sus posturas racistas argumentos de conciencia y de opinión pública, exactamente igual que ahora otros mantienen posturas favorables o tibias frente al aborto. Lo curioso del caso es que la actitud firme del obispo mereció entonces los elogios de la prensa más liberal, que ahora critica actitudes similares. El New York Times, por ejemplo, publicó entonces en su editorial: “Saludamos al arzobispo católico. Ha demostrado un ejemplo fundado en un principio religioso que responde a la conciencia social de nuestro tiempo”. Parece que algunos han olvidado que en temas éticos que afectan a la vida humana, el debate ética dista mucho aún de estar cerrado.