Hace unos meses me invitaron a un programa de radio para hablar de un libro que había publicado por esas fechas. Al escucharme unos días más tarde, cuando colgaron la grabación en la web de la emisora, comprobé con asombro la cantidad de incorrecciones verbales que había cometido. No es que me considere un locutor profesional, pero mi experiencia docente bien merecía una mejor dicción. En fin, allí estaba yo hablando con mucha menos brillantez de la que había pensado inicialmente. Curiosamente, entre esos fallos estaba el uso de una expresión que me pone especialmente nervioso cuando la oigo a los demás: en definitiva, estaba comprobando que los defectos que achaco a otros, en realidad son más bien míos.
La experiencia no es que sea original; los seres humanos somos proclives a proyectar nuestros defectos sobre nuestro entorno, atribuyendo a los demás lo que corresponde a nuestras propias limitaciones. El adagio clásico: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, condensa en pocas palabras lo que estoy tratando de decir. Tenemos una tendencia casi natural a autoengañarnos, bien sea desenfocando los defectos ajenos, bien pasando por alto los nuestros o incluso considerándolos como virtudes.
El “conócete a ti mismo”, que figuraba en el atrio del templo de Apolo en Delfos, sigue estando, pues, en plena vigencia. Es muy difícil conocernos lo suficiente para saber cabalmente cuáles son nuestros talentos y cuáles nuestras carencias. Es difícil pero sin duda es el camino de la sabiduría, ya que ser conscientes de los defectos propios es condición imprescindible para superarlos. El esfuerzo por superar nuestras limitaciones es parte de la aspiración de cualquier ser humano por ser mejor. Para un cristiano, la lucha interior contra los vicios propios es parte clave de nuestra vida. Esa lucha se apoya en la gracia de Dios, no es fruto únicamente de nuestras fuerzas, que tantas veces se quedarán muy cortas. Mejorar nuestro carácter nos hará más felices, nos dará más paz, porque seremos también más agradables a los demás y será más fácil que seamos amados.
Otra ventaja que conlleva el conocimiento cabal de nosotros mismos es la adecuación entre las metas que nos proponemos y las condiciones de partida. Resulta una fuente común de insatisfacciones vitales plantearse objetivos irrealistas, que están completamente al margen de nuestras posibilidades, puesto que al poner la meta en algo que nos supera tendremos una sensación frecuente de incompetencia, que puede desembocar fácilmente en el hastío. En el extremo contrario, cuando las metas son demasiado sencillas, muy cercanas a nuestro punto de partida, estamos perdiendo fortaleza y afán de superación, nos estamos raquitizando, si se permite usar esa expresión. El equilibrio entre dónde queremos llegar y dónde podemos llegar es clave en la vida de las personas, y para eso es importante conocer bien nuestras virtudes y nuestras limitaciones.
En esta tarea nos ayuda extraordinariamente la virtud de la humildad, que podemos definir, siguiendo a Santa Teresa de Jesús, como “andar en verdad”. No se trata de autoflagelarse mentalmente, atribuyéndonos toda clase de vicios, sean o no ciertos, ni por supuesto lo contrario. La humildad consiste en reconocer ante Dios las maravillas que nos ha dado, los talentos que hemos recibido de su gracia, y pedirle perdón por las cosas en las que todavía estamos lejos de agradarle. En pocas palabras, reconocer nuestras virtudes como regalos de Dios venidos de su omnipotencia y nuestros defectos como sujetos a su misericordia. La humildad verdadera no es sinónimo de pobreza material (la conocida expresión “venía de una familia humilde”), ni de espíritu servil (“realiza trabajos humildes”), sino que es una virtud que supone mejorar nuestro conocimiento propio, haciéndonos gratos a Dios y a los demás.
La experiencia no es que sea original; los seres humanos somos proclives a proyectar nuestros defectos sobre nuestro entorno, atribuyendo a los demás lo que corresponde a nuestras propias limitaciones. El adagio clásico: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, condensa en pocas palabras lo que estoy tratando de decir. Tenemos una tendencia casi natural a autoengañarnos, bien sea desenfocando los defectos ajenos, bien pasando por alto los nuestros o incluso considerándolos como virtudes.
El “conócete a ti mismo”, que figuraba en el atrio del templo de Apolo en Delfos, sigue estando, pues, en plena vigencia. Es muy difícil conocernos lo suficiente para saber cabalmente cuáles son nuestros talentos y cuáles nuestras carencias. Es difícil pero sin duda es el camino de la sabiduría, ya que ser conscientes de los defectos propios es condición imprescindible para superarlos. El esfuerzo por superar nuestras limitaciones es parte de la aspiración de cualquier ser humano por ser mejor. Para un cristiano, la lucha interior contra los vicios propios es parte clave de nuestra vida. Esa lucha se apoya en la gracia de Dios, no es fruto únicamente de nuestras fuerzas, que tantas veces se quedarán muy cortas. Mejorar nuestro carácter nos hará más felices, nos dará más paz, porque seremos también más agradables a los demás y será más fácil que seamos amados.
Otra ventaja que conlleva el conocimiento cabal de nosotros mismos es la adecuación entre las metas que nos proponemos y las condiciones de partida. Resulta una fuente común de insatisfacciones vitales plantearse objetivos irrealistas, que están completamente al margen de nuestras posibilidades, puesto que al poner la meta en algo que nos supera tendremos una sensación frecuente de incompetencia, que puede desembocar fácilmente en el hastío. En el extremo contrario, cuando las metas son demasiado sencillas, muy cercanas a nuestro punto de partida, estamos perdiendo fortaleza y afán de superación, nos estamos raquitizando, si se permite usar esa expresión. El equilibrio entre dónde queremos llegar y dónde podemos llegar es clave en la vida de las personas, y para eso es importante conocer bien nuestras virtudes y nuestras limitaciones.
En esta tarea nos ayuda extraordinariamente la virtud de la humildad, que podemos definir, siguiendo a Santa Teresa de Jesús, como “andar en verdad”. No se trata de autoflagelarse mentalmente, atribuyéndonos toda clase de vicios, sean o no ciertos, ni por supuesto lo contrario. La humildad consiste en reconocer ante Dios las maravillas que nos ha dado, los talentos que hemos recibido de su gracia, y pedirle perdón por las cosas en las que todavía estamos lejos de agradarle. En pocas palabras, reconocer nuestras virtudes como regalos de Dios venidos de su omnipotencia y nuestros defectos como sujetos a su misericordia. La humildad verdadera no es sinónimo de pobreza material (la conocida expresión “venía de una familia humilde”), ni de espíritu servil (“realiza trabajos humildes”), sino que es una virtud que supone mejorar nuestro conocimiento propio, haciéndonos gratos a Dios y a los demás.